Por Ricardo Gil Lavedra
En los últimos días del mes de junio pasado fui invitado, junto a otras personas de diferentes países, por el Instituto de Defensa Legal, la George Mason University y la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos, a presenciar el juicio que se está siguiendo contra el ex presidente Alberto Fujimori, mantener una reunión con el tribunal a cargo del proceso y participar de un seminario que se organizó en la Universidad Católica del Perú.
Fujimori está siendo juzgado por cuatro casos de violaciones de derechos humanos, de acuerdo con los términos de la extradición concedida por Chile. La muerte de quince personas en la masacre conocida como «Barrios Altos», el asesinato de nueve estudiantes y un profesor de la Universidad de La Cantuta y los secuestros del periodista Gustavo Gorriti y el empresario Samuel Dyer. La Fiscalía le imputa haber ordenado las actividades del grupo Colina, un escuadrón militar clandestino que realizó los asesinatos, procedente del Servicio de Inteligencia de Ejército (SIE) y que actuaba bajo la dirección del asesor presidencial Vladimiro Montesinos.
El proceso está a cargo de la Sala Penal Especial de la Corte Suprema de Justicia del Perú. Su sentencia va a poder ser recurrida a otra Sala de la misma Corte. La audiencia se desarrolla en un recinto especialmente construido para el juicio, dentro de una dependencia policial, perteneciente a las Fuerzas Especiales de la Policía Nacional, donde se encuentra detenido Fujimori, ubicada en un humilde barrio de clase obrera a unos cuarenta minutos del centro de Lima.
El contexto político que rodea al juicio dista de ser pacífico. El ex presidente cuenta con la adhesión de parte de la población y de la prensa, que le reconoce haber derrotado al terrorismo e iniciado un proceso de importantes reformas económicas. Su partido político posee un grupo de legisladores, entre ellos su hija Keiko, cuyo voto ha sido requerido en varias ocasiones por el Gobierno.
Los simpatizantes del ex presidente tratan de deslegitimar el juicio, y sostienen que no pueden jurídicamente atribuírsele los crímenes del grupo Colina. En cambio, otro sector de la opinión pública piensa que el ex presidente y Montesinos son por igual culpables de la creación de aquel escuadrón de la muerte y de los graves hechos de corrupción que han salido a la luz. Por su parte, el gobierno parece haber tomado una actitud prescindente respecto del juicio, aunque la prensa señala que su resultado no le es indiferente, pues el propio vicepresidente, el almirante Luis Giampetri, es señalado como involucrado en la masacre del Frontón, en 1986, donde fueron fusilados prisioneros senderistas. Algunos medios dicen también que el presidente García está dispuesto a indultar a Fujimori, por su edad y estado de salud, si finalmente resulta condenado.
Las medidas de seguridad son rigurosas. Luego de la acreditación en la guardia del cuartel, los visitantes son trasladados en un vehículo hasta la sala del juicio. Los observadores son ubicados en un pequeño recinto separado de la sala por un vidrio. En los asientos del sector derecho, se ubican los invitados de la defensa, y en el izquierdo, los observadores y familiares de las víctimas. Dentro de la sala hay varias cámaras de televisión, pues el juicio es trasmitido en directo por un canal abierto. La prensa puede seguir sus incidencias desde un salón situado a pocos metros, donde se ha instalado una pantalla gigante.
El día que concurrí, finalizaba su declaración el general Julio Salazar Monroe, ex jefe del Servicio Nacional de Inteligencia Nacional, quien negó toda relación con el grupo Colina. Seguir la audiencia por parlantes, y a través de un vidrio, le da al espectador una extraña sensación de distancia, como si observara una película. El desarrollo procesal fue normal, Fujimori aparecía muy serio y concentrado, tomando breves notas de lo que ocurría. Pidió la palabra al final para aclarar, ante una afirmación del testigo acerca del financiamiento sin control que el acusado proporcionó al grupo Colina, que esos fondos tuvieron un destino legítimo.
Me llamaron la atención, cuando finalizó la audiencia, las muestras de cariño y aliento que, a través del vidrio, prodigaban a Fujimori sus seguidores, ubicados a la derecha de la pequeña platea, mientras las víctimas y sus familiares observaban la escena en silencio, a no más de dos metros de distancia.
Otro día, los observadores internacionales tuvimos una audiencia con los jueces del tribunal. Se trata de magistrados de carrera, de larga actuación en los tribunales. Advertí que eran conscientes de que su decisión, cualquiera fuese, no iba a conformar a toda la sociedad. Mostraron un marcado interés en cómo se habían resuelto algunas cuestiones técnicas en nuestro juicio a las juntas militares. Me parecieron profesionales y objetivos, cualidades que hacen a un buen juez.
El hacerse responsable de todo pero culpable de nada, el debate acerca de resultados o legitimidad de los medios empleados, la discusión sobre si puede ser autor quien no realizó la conducta prohibida, la pasión ofuscada entre distintos sectores de la sociedad, me hicieron recordar los episodios vividos en nuestro país en los primeros años de la recuperación democrática.
La plena vigencia del Estado de Derecho y el imperio irrestricto de la ley, son precondiciones para la vigencia de cualquier sistema democrático. En nuestros países, la corrupción y el apartamiento impune de la ley por parte de los gobernantes constituyen un mal endémico. Por eso, resulta estimulante observar, cualquiera sea el resultado del proceso al ex presidente peruano, que nadie, por más poder que haya detentado, se encuentra exento de rendir cuentas de sus actos ante los jueces.
El autor fue camarista federal.
(Publicado en el diario La Nación, Argentina, 15 ago 2008)
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