Por Carmela Chávez Irigoyen
La pena de muerte es una práctica histórica que ha acompañado a las sociedades desde las primeras divisiones (sexuales) del trabajo. Con efectos similares a los de una ejecución (un asesinato, en buen español), tiene la peculiaridad de ser un acto que cuenta con el apoyo político, traducido en poder judicial, para acabar con la vida de una persona. No se trata pues, como en el caso de los caídos en una guerra, de los muertos causados por el uso de la violencia que, de manera justificada o no, van a un frente a morir o matar en aras a un objetivo militar o político. La pena de muerte es otra cosa, es una ejecución judicial en todos sus términos. Así, la pena de muerte es la aplicación tecnológica, burocrática, organizada de la muerte a un ser humano, premeditada, con el aval jurídico de la alguna instancia y dosificada por alguna clase de profesional sanitario, pagado por el Estado, que verificará los pasos que llevarán al inculpado hacia la muerte y que frenarán cualquier intento biológico de regreso a la vida.
En países tan diversos como Arabia Saudí, China, Estados Unidos, Irán y Pakistán, en donde se concentra el 80% de las ejecuciones en el mundo, la pena de muerte sigue siendo una práctica penal (en el mero modelo de justicia retributiva, pensada para “devolver” un castigo proporcional y moralmente aceptable al responsable de un crimen) para sancionar delitos que cada sociedad considera imperdonables. Y estos pueden ir desde el asesinato de personas con extrema crueldad, delitos sexuales agravados, asesinato contra menores, tráfico de drogas, infidelidad, sodomía, etc. En muchos otros países, como el Perú, está sigue siendo una figura reconocida constitucionalmente, como una potestad del estado para con la vida de los ciudadanos.
¿Qué lugar tiene la pena de muerte hoy en día? En tiempos de globalización económica, cultural y política; de desarrollo intelectual y tecnológico, de algunos avances morales revolucionarios que permiten, por ejemplo, la emergencia de los derechos humanos como un factor más de legitimidad del poder de los estados y de la propia comunidad internacional; la pena de muerte se presenta como una anacrónica manifestación de la crueldad humana, de la insensatez que seguir creyendo en sus supuestos disuasivos y del ensueño tiránico del poder del estado por sobre el sujeto.
Una buena cura en salud para el Perú para no (re)caer en estas tres tentaciones -la crueldad, la insensatez y la tiranía- sería impulsar una reforma constitucional que expulsara del ordenamiento jurídico el artículo 140 que señala que puede aplicarse para los casos de delito de traición a la patria. Que, si bien afirman varios juristas, es prácticamente imposible de aplicar debido a compromisos internacionales (como en los que tenemos en el sistema interamericano), siempre podrá ser usado como arma retórica del populismo penal tan acostumbrado de explotar en momentos de tensión política. Ni se reducirá el numero de menores de edad violentados sexualmente (recordemos la última propuesta del máximo exponente de la nación en la materia), ni habrá menos traidores a la patria, ni menos terroristas o criminales si decidimos ponerles a todos la inyección letal. Sólo una sociedad construida sobre los principios universales de la igualdad, la libertad y la solidaridad podrá gozar de una paz duradera que genere bienestar y seguridad a sus ciudadanos. La pena de muerte no está cerca de ninguno de ellos.