Por Germán Vargas Farías, director de Paz y Esperanza
El cumpleaños de personas cercanas y amigas suele ser ocasión para repasar lo que significan para nosotros. Más aún cuando el onomástico concuerda con periodos tradicionalmente relevantes, quinces años, veinte, o como en el caso que comentaré veinticinco años de vida y servicio.
Se recuerda el nacimiento y también los momentos gratos y tristes de los que se tiene memoria y hay evidencias, o señas tenues apenas que se han ido difuminando o sumergiendo en la interioridad de la persona, y de otras que compartieron instantes, una época quizás, o toda la vida con ella.
Lo mismo pasa, creo, en la existencia de una institución. Se rememora a partir de las imágenes logradas, los escritos y testimonios, y se puede conocer más por la experiencia fundacional de los dirigentes, que es evocada como marcando los hitos presentes en la vida de todos.
Ninguna vida carece de valor, pero hay algunas que se distinguen porque se manifiestan en momentos significativos impactando la vida de los demás. Creo que ese el caso de Aprodeh. Una institución que si “La Razón” o un descompuesto como Aldo Mariátegui consideran controvertida, es suficiente para tener la certeza que vienen transitando por la vía correcta.
Pero como sería injusto medir el valor de una institución por la mediocridad y vileza de sus adversarios, propongo otros indicadores -más decorosos por supuesto- para sopesar su coraje y trascendencia. Dar esperanza a víctimas del terror, por ejemplo. Defender a personas agredidas en contextos en lo que más cómodo sería no abrir la boca, pasar de largo como tantos otros, y jugar a defender principios y valores sin que los canallas y traidores se percaten.
Quien sepa algo de Aprodeh sabe que se trata de un caso especial. No en vano hay quienes asumen que hablar de derechos humanos es referirse a Aprodeh. Nacer en un escenario de creciente violación de los derechos humanos, y renovar en medio de esa realidad de muerte el compromiso de defender la vida, puede considerarse heroico. Para mi es simple y llanamente digno.
Nada de lo dicho significa que no se haya tropezado o cometido errores, pero –como habría dicho el cura Actis- es inevitable rodar muchas veces cuando se sube, y más aún cuando se hace alentando el ascenso de otros, personas cuyas vidas no importaron, y con quienes Aprodeh quiso privilegiar su relación.
Por todo ello, no encuentro mejor motivo para mi columna en esta semana que el saludo a una de las instituciones más caracterizadas del movimiento de derechos humanos cuyo rasgo distintivo, lo dicen ellos y lo afirmamos muchos otros, es su militancia y compromiso. Parafraseo a Francisco de Asís para referirme a Aprodeh: empezó haciendo lo necesario, siguió con lo posible, y de pronto –al lado de otros y otras- ya estaba haciendo lo imposible. Una vida así, sí que tiene sentido.