Por Ronald Gamarra
Una mujer mayor habla sin dramatismo de su desilusión vital. No parece desesperada, incluso es capaz de intercalar bromas en su monólogo, pero tiene muy claro su fracaso familiar y el hastío del mundo en que vive. Un solo tema la cautiva: Kabul, esa tierra ignota, esa otra cultura absolutamente extraña y opuesta a la suya, sobre la cual devora libros; esa tierra perdida, devastada por una violencia inmemorial, donde según la leyenda –cierta o falsa, nunca se sabe– fue a refugiarse Caín, el fratricida, para morir a su vez violentamente. La mujer mayor quiere visitar la tumba de Caín. Se dirige pues a Kabul, abandonando en Londres a su esposo y a una hija joven y confundida.
Priscilla, la hija, llega a Kabul, junto a su padre, en busca de esa mujer mayor, que es su madre y ha desaparecido en la ciudad. La versión oficial dice que su madre pereció asesinada. Afganistán es hace más de 20 años un país en feroz guerra civil, con participación activa de las superpotencias mundiales; no es un buen lugar para mujeres solas que pretenden hacer turismo sin respetar las rigurosas leyes del islam talibán. Priscilla no se resigna y emprende la búsqueda de algún rastro de su madre. En su intento desesperado y absurdo, se internará en el laberinto de una cultura que no entiende, la de un pueblo llevado a extremos por el colonialismo y la tiranía redentora de los fanáticos.
Priscilla obtendrá entonces informaciones inquietantes: que su madre en verdad no ha muerto, que se convirtió al islam y contrajo matrimonio con un rico nativo afgano; es decir, que en realidad decidió morir para su vida anterior e iniciar una nueva. ¿Esa es la verdad o se trata de una maquinación para aprovecharse de la desesperación de una hija en busca de su madre? Priscilla, que una vez quiso suicidarse, nunca lo sabrá. Ella, para quien la vida misma es tan extraña y hostil como Afganistán, encontrará en esta búsqueda una razón de vivir, y a cambio de su madre desaparecida ayudará a rescatar a una culta mujer afgana repudiada por su marido y llevada casi a la muerte por las circunstancias de su país.
He descrito la anécdota básica del drama “En Casa, En Kabul”, que actualmente se exhibe en la Alianza Francesa (Miraflores). La obra es pertinente a nuestra realidad. Afganistán no está tan lejos como se podría pensar. En el Perú, tuvimos nuestro propio Afganistán, nuestros propios talibanes y nuestra propia guerra colonial en Ayacucho. Por donde quiera que uno vaya, en nuestro país, encuentra elementos explosivos al borde de una deflagración. Basta incursionar fuera del casco consolidado de Lima para encontrar culturas en pugna con una cultura oficial ampliamente sentida como foránea. Somos un caleidoscopio de formas de vivir que no dialogan. Olvidamos que dialogar, también con el enemigo, con ese a quien no conocemos, incluso a veces con Caín –a quien el Dios del Antiguo Testamento prohibió que los hombres mataran–, es el paso previo para salvar la civilización.