Para quitar el susto
Escribe Gabriela Wiener
La teta ha asustado a muchos. La teta impone. A algunos les asusta que la película toque a sus cholos sanos y sagrados, a otros les asusta que no esté ahí retratada la verdad sobre el drama de la violación de las mujeres durante las décadas de violencia en el Perú, hay a quienes les asusta que la directora peruana más exitosa del momento sea rubia, tenga ojos azules y sea sobrina de Vargas Llosa, hay muchos otros a los que realmente les asusta que pueda ser una buena película y hasta hay algunos a los que les asusta la posibilidad de que sea mala.
Yo fui a verla también un poco asustada, sobre todo después de leer las polémicas en los blogs peruanos que estaba llenos de opiniones de gente que no la había visto. Fui a verla con mi hermana que es la compañía perfecta para ir al cine y para ver La teta asustada, pese a que es antropóloga y pese a que trabajó para la Comisión de la Verdad. Y digo “pese” porque un curriculum así podría hacer presumir lo peor. Un científico social podría decir en cualquier momento: “esto no es así” o “esto no sucedió” y aguarme toda la diversión. Sin ir muy lejos, Madeinusa fue al paredón por algo parecido a su falta de compromiso con la realidad. ¿De qué no podrían acusar los adictos a la sociología barata a una cinta que trata el tema de las secuelas más íntimas del conflicto interno?
Pero mi hermana no es de ese tipo de gente. Así que las únicas voces que escuché fueron las (horribles) voces en mi cabeza: a mí no me van a dar gato por cuy en lo que a mundo andino se refiere, mi viejo escribía sobre agro, mi mamá hacía pagos a los apus, una vez chacché coca con un brujo en el lago Titicaca y fui al entierro de los ocho periodistas.
Pero Llosa se había colocado nuevamente en un lugar incómodo desde donde narrar y cuestionar lo narrado, y haciéndolo nos había colocado a todos los espectadores en ese mismo delicado lugar. Y que por eso mismo, y no solo por eso, me pareció que era la mejor película peruana que había visto nunca. Y la mejor película sobre el Perú que había visto, pero una película que es sobre el Perú tanto como las películas de Ripstein son sobre México o las de Berlanga sobre España. Es decir, una película. Llosa no intentaba hacer un tratado etnográfico, intentaba contarme una historia, con una mirada (porque la película tiene una mirada) que penetraba con sutileza y lucidez en nuestros asuntos más dolorosos.
Claudia Llosa trabaja con este material en bruto de historias vivas –como la anécdota de la supuesta enfermedad de “la teta asustada”, un extraño mal que aqueja a las hijas de las mujeres violadas durante la guerra, testimonio que ha sido recogido, según la directora, por la Comisión de la Verdad- con el mismo celo con que la protagonista de su primer largometraje, la niña Madeinusa, guardaba las baratijas femeninas que pertenecieron a su madre prófuga y con el mismo deslumbramiento con que abría la maleta y se ponía a jugar con ellas frente al espejo. Así Llosa se apropia de antiguos y modernos fragmentos de mitología local y universal, fragmentos de realidad y fantasía, de memoria personal, colectiva e histórica, todo lo que está en la maleta sensible de la autora, para reutilizarlos y reinterpretarlos poéticamente. Poco importa si esos ataúdes pintados con los colores de la U o de la Alianza que le ofrecen a Fausta para enterrar a su madre en realidad existen o si los creó la pintora Susana Torres. Lo importante es que podrían existir.
El planteamiento de Llosa se centra en el rostro perfectamente congelado por el miedo de la “enferma”, Fausta (Magalí Solier), y en su silencio solo entrecortado por las bellas canciones en quechua que son el lenguaje de comunicación con la madre muerta y con un tiempo mítico, que recuerdan a los cantos chamánicos de consuelo y sanación. La música y la ausencia de la música serán los signos de identidad de las vidas que se cruzan en La teta asustada.
“Tu madre está muerta”, dice el personaje del tío de Fausta, como diciendo “la guerra terminó”, ya no hay peligro, pero no es cierto. El complejo tramado simbólico del film va conectando las distintas capas de realidad: la del mito -la de la imaginación, la del sueño, la del pasado, la de la vida después de la muerte- en la que habita Fausta; y la otra – la de fuera, la de Lima, la de la “enfermedad real”, la del hospital, la del mercado, la de la familia, la de la casa patronal, la de los “asquerosos”, los saqueadores de ese mundo idílico y de esa intimidad de raíces cortadas con cortaúñas que siguen siendo una amenaza latente. Inesperadamente, el cruel mundo de afuera, el del presente, es también el de la comedia, el del ingenio cotidiano, el de la convivencia y el de la redención final.
Polémica y la vez reflexiva (toda reflexión interesante engendra polémica), Llosa construye una minuciosa e intimista alegoría sobre el miedo y las huellas invisibles que deja el horror de la guerra en las personas pero también un alegato para sacudirnos el terror, a partir de una tensa partitura de notas blancas y negras, castellanas y quechuas, de iconos rotos y reconstruidos, de canciones que podríamos cambiar por perlas (¿como los niños que cantan en las combis por monedas?), violaciones que se evitan con tubérculos en la vagina y una tumba que es también una piscina casera. La pianista seca (¿neo pistacho?) quiere robarle la voz a la Sirenita andina que teme a los hombres, mientras sus allegados organizan bodas masivas a su alrededor; y en medio de todo el cadáver de la madre que no puede ser enterrado y la fosa abierta de nuestro drama reciente. Y al final, al final de todo, mi personaje, mi símbolo favorito, el modesto jardinero que hará florecer la papa.
En esta ficción visual e imaginativamente desbordante, con el fondo costumbrista de la Lima chola post Sendero y sus invariables fronteras culturales y de clase, que siempre en Lima son fronteras físicas y violentas, esas que tan bien quedan retratadas por el portón que separa la barriada del caserón donde va a trabajar Fausta, la protagonista va recorriendo con su secreto a cuestas ese laberinto que es nuestro pasado irresuelto y nuestra identidad cruzada que cabalga entre la picardía de la cumbia y el canto quebrado de una mujer, el camino de la mortaja a la luz de neón.
http://puenteareo1.blogspot.com/2009/03/para-quitar-el-susto.html