Por Jorge Bruce
El rostro de Maureen Shea, ante el impacto del puño de Kina Malpartida, semeja a un retrato por Francis Bacon, el extraordinario pintor que desfiguraba a sus modelos, permitiendo, paradójicamente, que los noqueados espectadores podamos mirar lo real del alma humana. La magnífica fotografía publicada en el mundo entero tiene el mismo efecto de verdad que las feroces pero sublimes pinturas del maestro anglo-irlandés (sí, nació y pasó su infancia en un país pero revolucionó el arte en otro). Es una instantánea memorable porque condensa, en ambos rostros y cuerpos, la intensidad y nobleza de la lucha por alcanzar ese lugar donde solo accede la mejor. Parafraseando al montañista peruano Richard Hidalgo, que este año intentará escalar solo el Everest, a eso se le llama “lograr cumbre”. Ya no soy aficionado al box, pero es imposible no rendirse ante la proeza de esa hermosa muchacha que se abrió paso hasta la cima a puñetazos, sola, porfiada, valiente, grande. Lo que Kina no podía saber, porque es demasiado joven y sus energías están concentradas en conseguir la máxima excelencia, es que la tragedia peruana es el ataque de la envidia a la gratitud. ¿Cómo podía ella imaginar que los puños de sus respetables contrincantes son menos dañinos que los cabes de la mediocridad?
Como tengo más o menos la misma edad que tendría su padre, el legendario Chino Malpartida, que corría olas como los dioses y cometió errores como cualquiera de nosotros, y aunque no tengo el honor de conocerla, me voy a tomar la libertad, con el permiso de su luchadora y bella madre, la modelo Susy Dyson, de decirle un par de cosas como se las diría a una hija mía.
Querida Kina:
A estas alturas podrías estar pensando que has tenido mala suerte por haber nacido en el Perú. No te faltarían razones. Has sido la única en conquistar un cinturón mundial de boxeo y, en vez de reconocerte y condecorarte de inmediato, unas autoridades indignas te regatean y manosean ese triunfo sin precedentes. Esgrimen cualquier infamia burocrática para sentirse poderosos pisoteando tu hazaña. Ese comportamiento nos avergüenza a quienes nos hemos conmovido e identificado con tu viaje, precisamente porque tuviste que irte hasta las antípodas para hacer lo que aquí jamás habrías conseguido. Como muchos que nacieron en esta sociedad entrampada en un escenario de miedo y derrota, tuviste que adoptar otra nacionalidad porque con la peruana no solo nadie te apoyaba, sino que te negaron la visa dos veces, humillándote como a tantos compatriotas. Muchos también nos damos cuenta de que sin la ayuda de Australia no hubieras podido darnos esa inmensa bocanada de aire puro en una atmósfera asfixiante, y por eso le estamos agradecidos a ese remoto y generoso país.
No obstante, voy a intentar la improbable tarea de mostrarte una ventaja de ser “tan peruana como el pisco”, como orgullosamente has declarado. Lo que has alcanzado lo has hecho por ti misma, es cierto: te entrenaste hasta la extenuación, pegaste y te pegaron como en esa imagen inolvidable, magullando tu belleza, lastimando tu cuerpo y solita, a punta de talento y tenacidad, hiciste lo que nadie había logrado antes. Pero la potencia de tus golpes y tu coraje han hecho más que ceñirte esa primera corona. La inspiración de tu victoria contra toda adversidad ha sembrado una incalculable esperanza entre jóvenes –en especial mujeres– que hoy se sienten más confiados en su destino. Tienes razón: que se lleven sus laureles. Ya lo decía el poeta Luis Hernández: quedan mejor encima de los tallarines. Tú ya estás en la memoria y en el corazón de quienes amamos y saludamos el mérito de los grandes campeones, porque nos dan fuerzas para seguir en la brega.
Cuídate, Kina, no dejes que te desalienten ni que te exhiban como un trofeo que no han ganado. El Perú de a pie te honra pero no quiero ocultarte la verdad: también te necesita peleando como una reina.
http://www.larepublica.pe/el-factor-humano/01/03/2009/lograr-cumbre