Por Pedro Ortiz Bisso
La dosis de Perú que acaba de recibir Kina Malpartida le ha dolido más que un recto a la mandíbula. Se le nota en el tono de su voz, en la indignación que no disimula en cada una de sus palabras. En las entrevistas que concediera el viernes a Deporte Total y luego a América Televisión, se le escuchaba amargada, pero también incrédula, sorprendida. A menos de siete días de ganar un título mundial, logro absolutamente insólito en un país donde el deporte navega sin timón y el misérrimo apoyo estatal linda con el ridículo, ya existían voces que cuestionaban que se le hiciera algún reconocimiento. El delito perpetrado por Kina había sido tener el coraje de abandonar su patria y sus querencias, como tantos otros miles de compatriotas, en busca de terreno fértil para sembrar su propio camino. El sábado 21 de febrero, en el mítico Madison Square Garden, se convirtió en la mejor boxeadora superpluma del orbe. En su pantaloneta llevaba impreso el nombre de Australia, la tierra que le abrió sus puertas sin pedirle nada a cambio y que le permitió trasladarse a Estados Unidos para poder labrarse una carrera en el mundo del boxeo. “No ganó por Perú, sino por Australia”, repetían, y repiten, sus detractores y Kina, que nunca ha negado sus raíces, que extraña su cebichito y las olas furiosas de Punta Hermosa, no entiende por qué tanto maltrato, tanto golpe bajo, cuando no debería haber peruano que no estuviera festejando este nuevo motivo de orgullo para el país.
Siete días antes de que Kina noqueara a Maureen Shea, otra peruana, Claudia Llosa, había conseguido uno de los premios más importantes de la cinematografía mundial en el Festival de Berlín. El Oso de Oro para “La teta asustada” es, sin duda, el galardón más importante obtenido por cualquier cinta en la larga y desigual historia del séptimo arte en el Perú; sin embargo, Internet no tardó mucho en incendiarse en vilipendios en contra de Llosa, quien fue llamada desde “pituca” hasta “difamadora de indígenas”, que los vende a los espectadores europeos “como curiosidades atrasadas de museo o bichos raros”. Obviamente ninguno de estos sesudos comentaristas había visto la película, aunque dado el prejuicioso calibre de sus expresiones ello pareciera ser lo menos que les interesaba.
El derecho a disentir es libre y sagrado, pero tanta mezquindad —si bien no sorprende— francamente asquea. El presidente del Consejo Superior de Justicia Deportiva y Honores del Deporte, Jorge Guizado, ha dicho que solo si Kina Malpartida comprueba con documentos en la mano que representó al Perú en su pelea por el título mundial, podrá recibir los laureles deportivos. Guizado, símbolo del burocratismo deportivo en su grado mayor, ignora que los boxeadores profesionales no compiten en nombre de un país, sino en el suyo propio. Pero, en fin, ya qué importa. Ha hecho bien Kina en decir que no quiere hablar más de los laureles, que mejor ya no se los den. Para qué seguir sometiéndose a tanto manoseo. Que su nombre aparezca en un diploma o en el frontis del Estadio Nacional no la hará más grande de lo que es. En realidad, quienes más van a sufrir son ciertos políticos y dirigentes deportivos, fabricantes de elogios al gusto del cliente. Se perdieron la foto con ella.
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