Por Rocío Silva Santisteban
Publicado en suplemento Domingo de La República 27/02/2011
“Yo quiero violentar a una mujer”, me comentó, fuera de foco, un amigo de la infancia cuando yo me referí a la diferencia entre ser violada y ser violentada sexualmente. De una manera poco reflexiva, abiertamente torpe podríamos decir, este muchacho del ayer lo único que hizo fue expresar parte del sistema machista que retroalimenta a los varones peruanos permanentemente.
“Violentar” a mi amigo le sonaba a juegos sexuales; cuando en realidad, y desde el Estatuto de Roma, violentar sexualmente implica someter a las mujeres a una serie de prácticas perversas: prostitución, embarazos forzados, abortos forzados y esclavitud sexual. Estas prácticas han sido atrozmente comunes durante los años de la violencia en varias zonas de nuestro país y, aunque parezca increíble, todos los lados del conflicto usaron a las mujeres como botines de guerra en muchos casos, no solo violándolas y embarazándolas, sino sometiéndolas a prostitución, chantajes sexuales e incluso usándolas como cocineras de día y “espacios-de-descarga” de noche.
Estas mujeres, muchas de las cuales ni siquiera ahora, treinta o veinte años después, se atreven a decir en voz alta que fueron sometidas de esa manera –o incluso no saben siquiera que “eso que les hicieron” es un delito– han sido despojadas de una posibilidad de encontrar justicia y dignidad en tanto que, según una instancia del Ministerio de Justicia, se les “debería” deja fuera del Sistema de Reparaciones. Según estas instancias consultadas, el Plan Integral de Reparaciones no contemplaría estos casos sino solo aquellos de mujeres que han sido “positivamente” violadas sexualmente. La razón que sostiene este documento es que la “violencia sexual” no se contempla como delito en nuestro Código Penal, pero en realidad, y como es reconocido en normas y convenios reconocidos por nuestro país (como la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, Convención sobre Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, entre otras) no habría razón para dejar sin reparación a miles de mujeres que sufrieron estos ataques criminales.
Por otro lado, y más allá de las implicancias jurídicas, el punto central es que nuestro país como nación debe reconocer, con vergüenza pero con firmeza, que instituciones del Estado como ciertos sectores de la Policía y las Fuerzas Armadas, usaron muchas veces a las mujeres como objetos de estas prácticas. El término “pichanear” que se recoge, por ejemplo, en muchos testimonios de hombres y mujeres en zonas como el Huallaga, significa que los soldados debían “barrer” a las mujeres, en otras palabras, violarlas en masa. El término “pichanear” se entendía –según el Protocolo para Investigación de Casos de Abuso Sexual– como la acción de permitir que toda la tropa viole a una sola mujer. Esta práctica no ha sido aislada, sino, para congoja de todos, bastante común durante las patrullas en zonas de la selva. ¿El ejército debe encubrir a esos malos soldados? Eso implicaría que las Fuerzas Armadas como institución justificarían estas prácticas. Y aunque parezca doblemente increíble, pues resulta que sí, que algunos soldados y oficiales sostienen que, debido a la incontrolable sexualidad masculina, los soldados tenían que “desfogarse” y que eso debería ser entendible. Esta justificación, en realidad, lo que hace es animalizar a la tropa. En realidad, nadie en su sano juicio, debería “querer violentar a una mujer”.
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