Por Rocío Silva Santisteban
Publicado en La República, Domingo 12 junio 2011
Verdaderamente, como sostiene Alonso Cueto en una columna publicada en el diario El País, la crispación de la sociedad peruana, y sobre todo limeña, durante las últimas semanas de la contienda electoral ha superado los límites previos: las personas se han agredido de un lado a otro; mientras a algunos les caían huevos en los mítines, a otros insultos y descargas psicológicas agudas, familias enteras se peleaban en las mesas domingueras y amigas entrañables se levantaban la voz en los pasillos. Esta agresividad asombrosa entre prójimos (próximos) es una secuela, sin duda, del deterioro social y político que algunos ingenuos pensábamos que se estaba resolviendo durante los últimos años con la justicia transicional que, en un principio, fuera encabezada por Valentín Paniagua, luego por la Comisión de la Verdad y más adelante por los fiscales, abogados y jueces que sancionaron ejemplarmente los crímenes de lesa humanidad.
Lamentablemente esto no ha sido así. Fue un comienzo pero no lo suficientemente hondo como para, por lo menos, permitir una mirada al otro sin rencor ni desprecio. Una bomba de tiempo se ha estado gestando y, felizmente, este temblor grado 6 del clímax electoral ha logrado descargar esa energía negativa, pero ¿hasta cuándo y hasta dónde resistirá esta frágil telaraña social? Lo importante no es llorar sobre la telaraña sino, por el contrario, asumir los errores y hacerle frente al futuro insistiendo en estrategias para fortalecer nuestra diversidad y heterogeneidad. Como lo ha señalado hace un tiempo Gastón Acurio en Prensa Libre: precisamente la diversidad de nuestro país es nuestra propia riqueza. Y si bien es cierto que cuesta muchísimo poder cohabitar y, aún más, entender al otro, comprendamos que una sociedad uniforme lo único que permite es un aburrimiento glacial.
Creo que es un buen momento para la autocrítica y debemos de reconocer que el discurso de derechos humanos, retomado en conjunto con ciertas ideas sobre memoria y verdad, no ha calado en la sociedad peruana. A pesar del “avance” económico de grandes sectores urbanos limeños y de provincia, y a pesar de un gran progreso en espacios de reflexión sobre la inclusión y la interculturalidad, en el hombre y la mujer de a pie se está exacerbando un discurso que se centra en el individuo y sus ganancias, en el “emprendimiento” y la razón solitaria del éxito, pero sobre todo en una idea estúpida que implica echarles la culpa a los pobres de su pobreza. Esta manera de entender lo social como el resultado del protagonismo individual y como la consecuencia histórica de una suma de individualidades, sin explicar los factores sistémicos de los cambios sociales, permite esta percepción refractaria a cualquier ganancia comunal. Felizmente, en nuestra propia sociedad, hay millones de jóvenes que, muy por el contrario, sí apuestan por los logros grupales, comunales y en coordinación en colectivos. Creo que, como han sostenido varios colegas de columnas en este mismo diario, han sido precisamente ellos los que, en la primera vuelta y en la segunda, invadieron con su creatividad “a veces agresiva pero siempre transgresora”, logrando giros inusuales en las variables políticas. Por eso mismo es impensable pensar en campañas de difusión de derechos humanos, sin que los propios jóvenes sean los protagonistas. Parte de la autocrítica es, también, apostar por una generación de recambio.