Por Rocío Silva Santisteban
Publicado en La República, 09/10/2011
Cachachi es un caserío que queda cerca de La Grama, en el camino de San Marcos a Malca, un lugar de baños termales a los que no llega nadie. La zona, del otro lado del río Crisnejas, es una de las más abandonadas de este país, a pesar de que en verdad no queda tan lejos de la carretera. En 1987 estuve cerca de Cachachi y tomé fotos a un grupo de policías allanando una tienda porque, al parecer, adentro se encontraban algunos senderistas. Sí, pues, la zona era de tránsito de SL y también de narcotráfico que pasaban desde Huamachuco a Tingo o viceversa.
Cachachi, La Grama, Malca, Ichocán y otros pueblos camino a Cajabamba están rodeados de valles hermosos de pastoreo y productos de panllevar, y parece increíble de creer que la muerte llegue a través de lo que uno más aprecia: el alimento. En un país que se afana por su gastronomía, que dicta cátedra internacional sobre sus productos agrícolas debido a su maravillosa biodiversidad, es pues más que patético que tres niños olvidados por todos hayan perecido porque se intoxicaron de alimentos envenenados. Es trágico y perverso que estos niños, hijos de un pueblo tocado por el Rey Midas del oro y las industrias extractivas, hayan muerto porque sus cuerpos no aguantaron el viaje al centro de salud más cercano. Comer y morir: una ecuación que a ningún asistente de Mistura se nos hubiera pasado por la cabeza.
Pero los niños pobres mueren, no por hambre hoy en día sino porque el hambre les permite ser más vulnerables con los alimentos que reciben de regalo. No se trata, según dicen todos los programas de desarrollo humano, de misericordia ni asistencialismo sino de un derecho adquirido, y eso es lo que todos los gobiernos restriegan en sus informes estadísticos: los niños recibieron tal cantidad de proteínas, por lo tanto no pueden ser desnutridos. Los ancianos recibieron 100 soles del programa Juntos, por lo tanto ya están milímetros por encima de la línea de la pobreza. Pero no reciben salud ni educación –y ya ni siquiera digo “prevención de enfermedades” y “educación de calidad” porque es mucho esperar–; sus padres, por supuesto, jamás podrán soñar con el acceso a un empleo digno o a un negocio que no sea el de una bodeguita miserable con apenas cuatro plátanos y varios cajones de cerveza, como aquella que allanaron los policías fotografiados por mi vieja cámara en 1987.
Pero lo más obsceno es que las fuerzas políticas pretendan, de un lado, enlodar a los funcionarios para dejar constancia de que este gobierno está empezando mal su carrera de programas de inclusión y, desde el otro lado, achacarles casi todas las responsabilidades al gobierno anterior. Es cierto que el Pronaa así como la Onaa, su antecesor, son organismos fácilmente corruptibles y es cierto que Aída García Naranjo cometió varios errores en esta situación (sobre todo porque dejaban una imagen de indolencia). Pero la ministra ha tenido una actitud de pocos políticos peruanos: los ha reconocido todos y cada uno. Se ha autocriticado y la prensa la ha destruido.
Como ella misma ha dicho en el Congreso: “Si la ministra es el problema, la solución es fácil: nadie es imprescindible”. Pero el problema no es la ministra, el problema no es tan solo el Pronaa: el problema es muchísimo más profundo y está vinculado con los increíbles niveles de exclusión de los niños pobres cajamarquinos y la indiferencia ya histórica de los centros de poder que se regodean y refocilan en sus intereses subalternos usando de excusa la muerte de los pobres.
http://www.larepublica.pe/columnistas/kolumna-okupa/los-ninos-muertos-y-pobres-de-cachachi-09-10-2011