Por Rocío Silva Santisteban
Publicado en La República, Kolumna Okupa, 01 de abril 2012.
No es una historia nueva. Tiene siglos. La defensa de derechos ha sido incomprendida y otras tantas reprimida, pero, si no fuera por todos aquellos caídos, las mujeres no podríamos ejercer nuestros derechos civiles y los mineros trabajarían 20 horas diarias, no habría posibilidad de salud pública o de escuelas gratuitas. Parafraseando a un famoso cantante podríamos decir que son muchos, millones, los muertos de nuestra (precaria) felicidad. En unos 150 años, los jóvenes cajamarquinos o piuranos o madredinos tendrán que recordar a los caídos por evitar la destrucción de árboles o lagunas o la construcción de hidroeléctricas que no hayan inundado miles de hectáreas, aunque al mismo tiempo se preguntarán si no pudieron evitarse todas esas muertes. Y hoy por hoy no podemos sino avergonzarnos de que la cifra de los muertos por uso excesivo de la fuerza durante la represión en conflictos sociales sea de 196 personas en los últimos cinco años y de que, en efecto, todas hubieran podido evitarse.
La Defensoría del Pueblo ha publicado un documento que recomienda el uso de otro tipo de armamento para enfrentar los posibles desmanes durante los momentos más tensos de los conflictos sociales, precisamente debido a las 196 bajas que debemos lamentar desde hace cinco años hasta hoy. Con una policía entrenada, con armamento no letal, con posibilidades múltiples de disuadir sin represiones sangrientas, se puede avanzar. Por supuesto que, por el otro lado, se debe exigir a los líderes de los movimientos sociales que no sean irresponsables y que asuman un liderazgo serio y consecuente; muchas veces azuzar a la población es totalmente fatal ante circunstancias en las cuales cualquier mínima provocación permite el descontrol. A su vez, el Estado debe imponer autoridad y no exponerse al autoritarismo más gratuito. Se cree que demostrando mayor potencia de fuerzas se podrá detener a la población cuando, en el paroxismo del conflicto, eso no hace sino más que instigar a dar la contra.
En un video producido por la Defensoría del Pueblo y que acompaña el documento mencionado, Javier Torres, de SER y una de las personas que saben más de conflictos, sostiene enfáticamente que los conflictos son consustanciales a la sociedad y por lo tanto se debe aprender a vivir con ellos. Son los conflictos de intereses contrapuestos los que, precisamente, hacen avanzar a la democracia. Las protestas sociales por eso están totalmente permitidas y son un derecho de la población en general y es por eso que los niños, desde el nido, aprenden a salir con sus carteles por las calles, porque manifestarse es una de las grandes posibilidades de ejercer ciudadanía.
Pero el Estado debe saber prevenir y creo que en eso este gobierno también está fallando. En Washington el ministro de Justicia nos dijo, en una audiencia de la CIDH, que este gobierno no criminaliza la protesta. Pero a su vez recordó que el “primer muerto de Ollanta Humala” fue por evitar la construcción de un penal en Ica. El diálogo no puede llegar después de los muertos; acostumbrarnos a eso nos coloca más allá de la vergüenza moral. Y espero –sí, aún tengo esperanzas– que el presidente Humala no siga la infamante tesis del perro del hortelano y sepa hablar antes de reprimir. El Estado ya no puede seguir ausente.