Por Rocío Silva Santisteban
“Es la locura del perdón la que me motiva a seguir el camino del perdón” ha escrito Lorenzo Ruiz de la Vega, ayacuchano, quechuahablante, afectado por la violencia política, hoy estudiante de periodismo de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya gracias a una beca de los jesuitas. Lorenzo, como tantos otros, ha tenido que “aprender a hacer memoria” para poder atravesar su propio estrés postraumático y manejar sus propios recuerdos para “que no logren controlar mi vida”. Luego de un largo aprendizaje en una de las Escuelas de Perdón y Reconciliación ha podido escribir su testimonio y sostener que “el proceso del perdón lleva a redescubrir, a recuperar, el aliento del amor”.
Pero ¿qué es el perdón? Es un acto gratuito que se instituye en la confianza en el ser humano, en que el mal cometido no abarca todo el ser del otro, y que, como dice Alberto Simons en su “Antropología del perdón”, hay que diferenciar claramente entre mal y malhechor. Dice: “El perdón, tanto en lo personal como en lo social, conserva la memoria de la falta, pero no vincula todo el destino de un hombre o de una comunidad a los daños causados […] aunque la falta sea imperdonable, el culpable es perdonable puesto que no se reduce a la falta cometida”. Para que se dé la reconciliación es, pues, preciso pedir perdón porque no se puede perdonar a otra persona si ella no nos solicita y requiere ese perdón. Como sostiene Emmanuel Levinas para que se dé el perdón es necesario el arrepentimiento del ofensor y la misericordia del ofendido.
La semana pasada en Abancay fui testigo de un hecho sumamente importante para la búsqueda de una cultura de paz: el viceministro de Derechos Humanos, José Avila, en medio de una asamblea de consulta a familiares y afectados de la violencia política, se acercó donde una mamacha, sencilla, humilde, quechuahablante, y se agachó y le pidió perdón en nombre del Estado. Para algunos habrá sido un acto banal o políticamente calculado. Para mí no: yo creo que fue un acto que dignificó a esa mujer que había perdido a su hijo y que a pesar de las decenas de fosas comunes exhumadas, aún no lo ha encontrado. Esa acción, en una sala pequeña de Abancay, delante de unas cuantas personas, pudo hacer un nexo entre esa ciudadana peruana, su dolor y su ansiedad de justicia, y un miembro del Estado que reconoce la necesidad del perdón para restituir el lazo social.
Considero que de las recomendaciones del IF de la CVR hemos avanzado poco en las que se refieren a la reconciliación porque, para que se dé una auténtica reconciliación, es preciso que los agredidos reciban justicia. Como sostiene el citado Alberto Simons “un sistema en el que ya no hay culpables ni responsables claramente identificables […] es un sistema que se revela como maléfico. El mal a este nivel escapa tanto a la justicia como al perdón”. Por eso, para que se dé una reconciliación cuya puerta sea el perdón es preciso que se sancione a los culpables y, asimismo, es necesario que los responsables institucionales soliciten ese perdón a las víctimas. Por eso, insisto y persisto en que las FFAA y las FFPP deben de pedir perdón a las víctimas, como instituciones del Estado que debieron proteger y no dañar. Sólo a partir de ese gesto puede restituirse la integridad de los ninguneados de una nación que, a pesar de lo que digan muchos, no solo luchó contra los terroristas de SL y el MRTA sino contra sus propios soldados y policías.
Publicado en La República, martes 03/09/2013