Por Rocío Silva Santisteban
Los detalles del asesinato de los normalistas de Ayotzinapa, a manos de ese contubernio entre la policía y los narcos de Guerreros Unidos, cartel al parecer operado por el mismísimo alcalde de Guerrero, José Luis Abarca, deberían producirnos arcadas. Esa sensación de asco que se traduce en un espasmo biológico y que, casi naturalmente, nos preserva del horror. El horror de un Estado y de sus instancias regionales y federales que usan la vida humana a su antojo convirtiendo al otro en pura biología. En un cadáver en potencia.
Esa es la demostración perversa de lo que se ha llamado el biopoder: el control político de los cuerpos como espacio de carga y de descarga. A veces el asco tiene una función ética: nos marca un hito de nuestros límites en tanto que lo vinculamos con ese propósito reprobatorio contenido en él. Para tener en cuenta ese rol del asco es imprescindible manejar un nivel de “discernimiento” para sopesar en el momento adecuado nuestra necesidad de superarlo o de acrecentarlo. Ante este manejo del biopoder sobre los jóvenes cuerpos indígenas o mestizos de los normalistas de Ayotzinapa, debemos extender nuestro asco hasta hacer de él, y su expresión fisiológica, la arcada, literalmente una forma de revuelta. Una revuelta que, nos separe, de la infecciosa indiferencia que todo lo mata y todo lo cubre de podredumbre. La repugnancia ante la crueldad y la estupidez del crimen de Ayotzinapa nos puede salvar.
Hay un responsable de este crimen político y a pesar de que el procurador general (ministro de Justicia) de México ha dicho: “Iguala no es el Estado”, sí lo es. Esos asesinatos no pueden leerse solo en clave de falta de respeto al cuerpo de los otros, desprecio de la vida humana sino, también, como la detentación de un poder omnipotente por parte de ese fragmento del Estado mexicano: “Matar a 43 estudiantes para acallar su protesta es un típico delirio omnipotente de quienes se sienten intocables. A veces el mundo despierta” ha dicho Jorge Bruce con justa razón. El pueblo ha despertado y el presidente Peña Nieto estaba, literalmente, en la China.
En una columna anterior cité al director de “El Sur de Guerrero”, Juan Angulo, quien sostiene que este crimen es el punto más alto de la criminalización de la protesta en México. Sí, pero además con un alto componente de “criminales que criminalizan al otro” de tal forma que pretenden, en su obnubilada omnipotencia, pasar desapercibidos. Algo que jamás va a suceder cuando hay una madre, un padre, una hermana o un hijo de un desaparecido: el que lleva el estandarte del desaparecido, su imagen a tamaño carnet ampliada para la búsqueda, de la misma manera como se amplía a todos la necesidad de que aparezca vivo. La responsabilidad también abarca a un Estado que criminaliza, que voltea la cara, que ignora, que oficiosamente calla. “Ya me cansé” terminó diciendo el procurador general en su conferencia de prensa: las madres, padres, hijos, esposas de desaparecidos no. No se cansarán nunca hasta encontrar justicia.
México entero, sus fuerzas callejeras, sus jóvenes indignados, y el mundo que reconoce en esa noticia la perversidad del propio mundo, han sabido indignarse. Las calles han sido abarrotadas, los jóvenes han sabido usar el arte como grito de lucha, el minuto de silencio en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos nunca fue más denso y doloroso. Porque la vida no es el atributo que un individuo posee y puede perder. En su singularidad toda vida es única. Toda vida es el absoluto de una conciencia. Esa es su trascendencia.
Publicado en el diario La República, martes 11/11/2014