Por Rocío Silva Santisteban
Una de las grandes discusiones que debería ser marco de trabajo, investigación y debate alrededor de —ojo, he dicho “alrededor” no “adentro de”— la COP20 es la posibilidad concreta de considerar como parte de nuestro ordenamiento jurídico los derechos de la naturaleza. El tema no se reduce a sostener si un árbol es sujeto de derecho o no lo es, sino pasar de un eje antropocentrado de la protección y garantías que debe dar el Estado a otro biocentrado. No es una locura: tanto la constitución de Ecuador como la de Bolivia contemplan entre su articulado los derechos de la naturaleza y responden, también, al espíritu de la famosa Carta de la Tierra (UNESCO 2000).
La propuesta es transitar de la idea de proteger a la naturaleza en tanto que es medio de subsistencia del ser humano a protegerla por sus valores intrínsecos. ¿Por qué? Porque es preciso proteger la vida, no solo de nuestra especie, de todas. Debemos pasar de entender a la naturaleza como los bienes para ser usufructados por los hombres y mujeres, a considerarnos, en tanto humanos, como parte de la naturaleza a ser protegida en toda su integridad. La naturaleza no es fuente inagotable de recursos ni depósito de desechos, por eso urge un cambio de paradigma para lograr un equilibrio ecológico que, además, nos permita como especie sobrevivir.
La diferencia entre los derechos de la naturaleza y los derechos ambientales radica en que, en los segundos, cualquier posibilidad de reparación estaría sujeta a dignificar al ser humano. En los primeros la reparación no está sujeta a que dentro de ella vivan seres humanos sino en función de su propio ecosistema. Eso no implica impedir cosechas o actividad humana en ella, ¡sería absurdo!, sino limitar aquella actividad que aparentemente beneficia a los seres humanos, pero que va destruyendo la naturaleza irreversiblemente.
La ampliación de marcos jurídicos es producto de las grandes luchas de resistencia: desde la Revolución Francesa hasta la lucha por las ocho horas a comienzos del siglo XX: por eso, este espacio alrededor de la COP20 en que se permite poner sobre la mesa la necesidad urgente de la naturaleza en sí misma debe ser motivo de debates serios como, por ejemplo, entender de qué manera se va a conservar a la naturaleza, cómo se puede asegurar un ambiente sano, cómo proveer acceso justo a los bienes de la naturaleza y de qué manera podemos proteger la calidad de sus recursos.
Precisamente en este fin de semana pasado se llevó a cabo el seminario “Hacia los 30 años de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos” con una altísima participación activa de los organismos asociados. Uno de los talleres trató sobre el tema y se acordó, entre varios de los organismos, proponer un Grupo de Estudios de Derechos de la Naturaleza en la mira de convertirlo en un grupo de trabajo más adelante: eso implica que, ampliando la mirada desde los derechos humanos, podemos enfrentarnos a los retos que el cambio climático nos plantea.
Publicado en Kolumna Okupa de La República, martes 02/12/2014