Por Rocío Silva Santisteban
Todo llevamos una cruz pero los porconeros cada Semana Santa llevan 42 cruces desde la casa del mayordomo hasta la parroquia en la madrugada del Domingo de Ramos. Las cruces no son dos palos de madera sino una armazón envuelta de palma traída de la zona de la hacienda Tuco en el Marañón, adornada con romero y claveles de colores, en cuyo eje central se asientan de forma perfectamente simétrica cuadros de ángeles, de las distintas vírgenes, del corazón de Jesús, de santos y santas, y, junto con ellos, espejos cuadrados, ovalados o redondos, asemejando los ojos de agua de toda la zona de la sierra. Los cuadros y espejos se forman en figuras repetidas tanto a la izquierda como a la derecha y en el centro hay otra pequeña cruz, con los nombres de los anfitriones, y debajo de ella un sol y una luna: el Inti y la Mamaquilla, escondidos detrás de tanta fanfarria católica, en esta extraordinaria fiesta de sincretismo andino.
La noche anterior caminamos por un sendero de lodo y barro con unos zapatos que me prestaron pues mis zapatillas limeñas se hubieran hecho polvo. Era una noche sin luna y con nubes oscuras, anduvimos como medio kilometro desde el colegio parroquial de Porcón Bajo hacia la casa del mayordomo de la fiesta, un cargo tan solicitado que ya está separado hasta el 2026. El camino fue duro y largo pero, al llegar, los rezos entreverados en quechua y castellano nos esperaban para calmar el mal humor, así como un plato de sopa de mote y carnero con papas y arroz. El mayordomo debe solventar algunos gastos pero, sobre todo, alojar en su casa a los apóstoles, a los rezadores y a la imagen de Jesús, que entre cruces y cruces hará su entrada triunfal en la mañana siguiente a la plaza sobre una burrita. La gente come, toma, reza y baila al compás de una charola de música pentafónica.
Es una típica fiesta popular andina en la que lo sagrado, en su forma emotiva pura, se engasta con la danza, la música y el alcohol. Todos celebran el reencuentro de los que llegan lejos o de los que venimos por primera vez. Los rezos están fotocopiados de un cuaderno antiguo que hoy pasa de mano en mano en una versión espiralada. Se saludan unos a otros y se santiguan, mientras rezan cruzan los dedos pulgar e índice en forma de cruz. Cuando pregunto cuándo comenzó la tradición de las cruces de Porcón me responden con firmeza: “desde tiempos antiguos”.
Personalmente escuché y vi fotos de la Fiesta de Porcón en las reuniones que en los años 80 organizaba Víctor Campos, más conocido en Cajamarca como El Vicho Campos, donde junto con una copita de licor nos embriagaba con las extraordinarias escenas de las cruces que compartía en una vieja máquina proyectora de diapositivas. Mientras se escuchaban los sonidos de los típicos clarines, ya sea el mismo Vicho o el profesor Jave o el poeta Ibáñez Rosaza, nos iban poniendo al día sobre esta fiesta tradicional. Los espejos representan el agua y las figuras asimétricas la dualidad andina. Recuérdese que en Cajamarca solo en la zona de Porcón y Chetilla se habla el quechua. Mi padre, Fernando, como buen historiador, me había explicado innumerables veces que eso se debía a que estos dos pueblos eran de mitimaes que los incas les impusieron a los pobladores del reino de Cuismanco. En esa zona antes se hablaba la lengua cuye, que lamentablemente se perdió, a excepción de algunos topónimos como Tual, Shugur, Yoved, Puruay, Tongod, entre otros.
Algunos cruces las traen desde Otuzco, otros desde Baños del Inca, pero todas confluyen el Domingo de Ramos entreverando saludos, rezos y olor de flores. Una amiga me dice, con tristeza, ¡Ay cuándo se perderá esta fiesta! Esperamos que nunca. Está en las manos del municipio de Cajamarca y del Ministerio de Cultura que sobreviva otorgándole el reconocimiento de patrimonio vivo.
Publicado en Kolumna Okupa del diario La República, martes 31/03/2015