Por Rocío Silva Santisteban
Una de las situaciones que nos separa entre peruanos es la manera de entender lo que sucedió entre 1980 y 2000. Esos años de miedo y terror han sido una intensa herida en nuestro país que aún no cicatriza. Hace poco tuve un intercambio agrio en el submundo del Twitter porque mencioné el término “conflicto armado interno”. El solo uso de esa terminología avivó la intransigencia y el activismo de los trolles de siempre, y también de algunas otras personas que, en las antípodas de mi pensamiento, respeto porque me niego rotundamente a descalificar por descalificar.
La nomenclatura “terrorismo”, “conflicto armado interno”, “violencia política”, “guerra popular” plantea una diferencia de criterio para asumir esos años desde perspectivas distintas. Sin embargo, asumir “conflicto armado interno” que es la propuesta de la CVR no implica en lo más mínimo desconocer que SL y el MRTA fueron los que iniciaron la violencia a partir de sus propuestas fundamentalistas de izquierda y que accionaron con terror utilizando la metodología de la muerte. Hoy ciertos sectores pretenden descalificar el Informe Final y descalificarnos a muchos defensores de derechos humanos planteando este supuesto negado. Falso: nadie que use la nomenclatura “conflicto armado interno” niega lo otro.
Quienes nos opusimos a SL desde un inicio consideramos que la muerte como metodología solo produce más muerte. Eso sucedió y es por eso que se llegó a niveles crueles, degradantes y perversos. Un ejemplo: en una zona de Puno, monseñor Francisco D’Alteroche, obispo de Ayaviri, encontró a un clérigo y su ayudante en el campanario de una iglesia colgados de un fierro que les atravesaba el cráneo de oreja a oreja. Nadie se atrevió a bajarlos desde que SL los asesinó con esa perturbadora crueldad.
Asimismo las FFAA, cuando entraron a controlar el conflicto, asumieron una lógica militar de guerra activa, desconociendo que SL era un actor que se mimetizaba con la población y, por eso mismo, en 1984 se produjo la mayor cantidad de muertes en las zonas de Ayacucho y Huancavelica. En “Muerte en el Pentagonito”, Ricardo Uceda describe los métodos utilizados por los instructores en el cuartel Los Cabitos, por ejemplo, enseñar a introducir un clavo de cemento en las orejas de cualquier sospechoso de subversión para “ablandar al resto”. Dos métodos similares de ensañamiento.
¿Se trató solo de algunos “malos elementos” que cometieron “excesos”? Lamentablemente no. Se trató de órdenes muy similares que dieron comandos del Ejército en Ayacucho, Huancavelica y Huánuco y, muchas veces, con conocimiento del jefe del comando político-militar. Esto las califica como prácticas generalizadas y sistemáticas de violaciones de derechos humanos. Es casi seguro que los resultados del juicio por la matanza de Accomarca prueben esta situación. Esto, por supuesto, no descalifica a los soldados y policías íntegros que lucharon contra el terror confiando en sus comandos y en sus autoridades. Aunque fueron las autoridades políticas quienes prefirieron no saber cómo se actuaba en las zonas de emergencia.
Sobre el concepto “conflicto armado interno” y sus repercusiones jurídicas ha escrito un excelente artículo José Alejandro Godoy, al que remito para aclarar que no da estatus beligerante ni a SL ni al MRTA. Si remarco que tampoco las víctimas lo aceptan tan fácilmente, algunas de ellas, con razón sostienen que se debe hablar de “violencia política”, porque hubo muchos que no participaron en ningún “conflicto” sino que fueron asesinados en sus casas y hasta en sus camas.
Publicado en La República, martes 01-09-2015