Escribe Rocío Silva Santisteban
El premier Yehude Simon le solicitó al Congreso de la República que, debido a las presiones de uno y otro lado, no se debata la ley del canon minero el jueves pasado. Al parecer, el presidente del Congreso, Javier Velásquez Quesquén, estuvo también de acuerdo. Como buenos provincianos, Simon y Velásquez Quesquén podían medir el pulso de lo que implica ceder en estas circunstancias. Pero los congresistas no hicieron mayor caso y ardió Tacna.
En una contienda entre dos ciudades, como en la novela de Charles Dickens, cualquier beneficio hacia alguna produciría el inevitable desbalance de fuerzas que, a su vez, exigirá un posicionamiento más fuerte, más radical, más televisable, y por lo tanto, más violento. Si los moqueguanos tomaron el puente para demostrar de lo que podían ser capaces, los tacneños quemaron la gobernación para que quede expresa constancia de lo que sí son capaces. Las potencialidades de nuestro ingreso a la política tiene que pasar por las noticias de los periódicos, y como sabemos los periodistas que hemos vivido durante la más dura época del conflicto armado, un muerto no es suficiente para una primera plana. Hoy se requiere de un mayor énfasis, de un considerable protagonismo, de visibilización a la prepo: hoy se requiere de un ingreso feroz a las páginas amarillas de nuestra historia última.
¿Por qué nuestras formas de mostrarnos en los escenarios políticos tienen que pasar por las movilizaciones sociales con mayor o menor violencia?, ¿qué sucede en nuestro sistema político que exige una presencia de esta índole para poder tener correlación de fuerzas?, ¿acaso somos bárbaros que aún no sabemos entrar en el camino de la ciudadanía y la civilización? Para comenzar, y antes de intentar responder, habría que tener en cuenta una de las máximas del filósofo alemán Walter Benjamin: todo documento de cultura es a su vez documento de barbarie. Mi interpretación de esta sentencia es que, mientras la nación se construye en unos pilares extremadamente frágiles que no concuerdan con nuestro acceso a la misma, los incluidos saborean su civilización sazonada por el sabor precario de la periferia. En otras palabras: muchas veces se empieza a resolver el problema jurídico para luego apagar el incendio social, cuando, lamentablemente, las estructuras sociales ya están achicharradas.
Por eso mismo, y en la medida que no hay canales de representación fluidos, el único canal posible para dejar constancia de una ciudadanía que no se posee es llamar la atención de la prensa. Y como saben los miembros de los frentes o grupos de ambas ciudades, la mejor manera de hacerlo, hoy por hoy, es tomando un puente, marchando contra policías que sueltan gases lacrimógenos o poniendo ante las cámaras las mejores imágenes del infierno. Entonces los desmanes pasan a mayores y se incendia un edificio público que representa al gobierno central, en otras palabras, han violentando aquello que simboliza a Lima y su gobierno. Obviamente no es gratuito: centrarse en este acto de vandalismo, la quema de un edificio simbólico, tiene una clara connotación anticentralista desde una manera equívoca, sin duda alguna.
Yehude Simon ha terminado el caldeado día jueves repitiendo ante el empresariado, y sin mayor creatividad, una de las sentencias clásicas de todo gobernante en situación difícil: «sobre los responsables de la violencia caerá todo el peso de la ley». La pregunta es: ¿el peso pluma de la ley de los bien-situados o el peso pesado de la ley de los marginados? Si el Estado debe asumir la ficción de la ciudadanía y la igualdad, pues la sociedad política lo que hace es jugar con las mismas reglas de esta ficción jurídica de modernidad desde espacios premodernos. Cuidado, entonces, cuidado con esas lecturas equívocas de una realidad demasiado compleja y desigual.