Este balance sirve de introducción al Informe Anual de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, que pueden descargar acá.
¿Cuál sería la mejor manera de caracterizar el año 2013 para los derechos humanos en el Perú? Quizás podría decirse que la inacción de instituciones que deben velar por ellos se cruza con ciertas buenas intenciones de los actores del Estado peruano: lamentablemente en la práctica implicó que, los derechos humanos, siguieron siendo violentados y que el Estado no ha podido implementar las normas necesarias para garantizarlos.
La primera cifra que no revela en toda su dimensión lo que implica por ella misma es esta: 17 personas muertas desde setiembre del 2012 hasta diciembre del 2013 en conflictos sociales. Entre ellas, la historia cruel de Kenllu Sifuentes Pinillos, joven de 22 años que vivía en Barranca, y que cuando tenía doce años en el 2004 recibió una bala de un efectivo del Ejército peruano en un paro agrario en Pativilca. Fue operado en el Hospital del Niño, estuvo internado varios meses, hasta que finalmente se recuperó y pudo terminar el colegio. Diez años después, durante una protesta convocada por la Municipalidad de Barranca, Kenllu Sifuentes vuelve a ser impactado por un proyectil, esta vez en el esternón, y a las pocas horas muere. ¿Acaso el Estado peruano no pudo prevenir esta situación equipando a sus policías antimotines con armas no letales? En Lima la prensa apenas le dedicó algunas líneas: ¿acaso la historia de Kenllu Sifuentes, atravesado dos veces por dos balas que salían para reprimir a los protestantes, no es tan impactante como la de cada uno de los caídos en las protestas venezolanas?
Pero regresemos sobre lo que le ha faltado a varias de las instituciones tutelares del Estado para garantizar nuestros derechos. Ni se ha implementado el Mecanismo de Prevención contra la Tortura, ni se ha promulgado el Plan Nacional de Derechos Humanos, ni se ha derogado el Decreto Legislativo 1095 —por el contrario hay mayor impunidad para PNP y Ejército durante represión en conflictos sociales con la dación de la Ley 30151— ni se han anulado los marcos legales que permiten los convenios entre PNP y empresas extractivas. Los peruanos y peruanas seguimos estando divididos entre ciudadanos de primera, con un Estado que garantiza su vida y sus propiedades, y ciudadanos de segunda, cuyas vidas y propiedades, sobre todo cuando son rurales o de pueblos indígenas, siguen siendo subalternas a los intereses de las grandes empresas extractivas que, por sobre todo, tienen garantizadas sus inversiones con la finalidad de que aquellos que gozan del crecimiento sigan gozándolo. Al otro lado de la balanza siempre se encuentran los más débiles: las mujeres campesinas, los comuneros quechuahablantes, los niños afectados por la contaminación de sus aguas y sus cielos. Estas palabras parecen maniqueas, pero en nuestro contexto político actual, no lo son: si al Estado verdaderamente le interesarían los derechos humanos de las mujeres, de los pueblos indígenas y de los niños no priorizaría la flexibilidad de las normas ambientales, de los estudios de impacto ambiental y de la ampliación de proyectos extractivos sobre la vida, la salud y la integridad de sus ciudadanos.
Por eso mismo, este informe de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos es largo, grueso, lleno de cifras, lleva varios artículos firmados, un balance completo sobre los 10 años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) pero sobre todo, rezuma cierta desesperanza. Para evitarla, para poder plantear estrategias que nos permitan una visión de largo plazo, proponemos en esta parte del texto, no quedarnos simplemente en la presentación de lo que ustedes, lectores, podrán revisar en el índice y en cada una de estas páginas; proponemos tratar de entender cuáles son las relaciones que puedan existir entre esta realidad de 2013 y nuestro pasado inmediato; proponemos analizar las relaciones que puedan existir entre el conflicto armado interno y los conflictos sociales en la actualidad, entre las estrategias de control desde los aparatos del Estado de las protestas sociales hoy y la subversión de ayer.
En ese sentido, esta propuesta más bien personal, se divide en cuatro acápites: desprestigio, visiones de desarrollo, protesta y disidencia.
Desprestigio
A pesar de que el proceso de la CVR ha planteado un antes y un después de los derechos humanos en el país, debemos dar cuenta de los golpes que nuestro discurso post-conflicto y de justicia transicional ha recibido. Nuestra manera de entender y defender los derechos humanos ha sido todo este tiempo duramente atacada por los sectores vinculados a la necesidad de impunidad. Estos sectores son:
a) el fujimorismo activo y congresal,
b) ciertos sectores de las FFAA y FFPP que están procesados en juicios públicos,
c) cierto sector del aprismo que está vinculado con el comando Rodrigo Franco o los hechos relativos a casos como Cayara o El Frontón,
d) algunos sectores amplios de la opinión pública que tienen intereses en vincularnos como “defensores de terroristas”.
La idea que han difundido estos sectores es que en el movimiento de derechos humanos, además de ser “caviares” y de defender a los terroristas, nos aprovechamos de la humildad e ignorancia de los familiares y de las víctimas para cobrar ingentes sumas de dinero por reparaciones y quedarnos con él para solventar un modo de vida elitista y cosmopolita.
Esto es absolutamente falso porque, por lo menos desde las diferentes instituciones de la Coordinadora, jamás hemos cobrado un solo centavo por la defensa de las víctimas, ni por el trámite en torno a sus reparaciones. La diferentes instituciones que conforman la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos financian sus actividades con proyectos de diverso rubro, y en el caso concreto de la Secretaría Ejecutiva, debido al cierre de las diversas financieras o el retiro de algunos países que antes apoyaban estos temas, lo que hacemos es presentarnos a concursos públicos de la Unión Europea o de diferentes países con la finalidad de solventar nuestras necesidades institucionales que son, a todas luces, muy reducidas. Los profesionales que trabajan en nuestras instituciones tienen un alto sentido de compromiso con este tema y así queremos que sigan siendo, porque de lo contrario, ya se habrían ido a trabajar al Estado peruano que paga muchísimo mejor que cualquier ONG.
Entonces ¿por qué calan profundamente estos discursos de desprestigio de nuestras instituciones y de nuestros quehaceres?, ¿por qué no se reconoce la valentía con que algunos abogados —siempre menciono el caso de Gloria Cano porque me parece que es una de las más emblemáticas— se la han jugado en nuestro país para defender los derechos? Ángel Escobar Jurado, por ejemplo, fue un defensor de derechos humanos en Huancavelica que murió en 1990 precisamente cumpliendo su labor, pero no tiene mayor trascendencia ni mayor recuerdo que el premio que actualmente otorgamos desde la CNDDHH con la finalidad, precisamente, de reconocer el esfuerzo de muchos defensores.
Hace poco Víctor Rodríguez Rescia, miembro del Comité de Derechos Humanos de la ONU, nos comentó impresionado que el desprestigio de los defensores de derechos humanos en el Perú es peligrosamente alto y que saltar a las agresiones y la justificación de la criminalización desde diferentes instancias públicas y privadas puede ser el próximo paso. Todavía no vivimos como en Colombia una situación de violencia y vulnerabilidad tan alta donde el sicariato ha desaparecido a muchos defensores —la historia del doctor Héctor Abad en Medellín es paradigmática— pero creo que debemos de tener en consideración la alta tolerancia a la impunidad de los violadores de derechos humanos que estamos constatando con la cantidad de sentencias absolutorias que se vienen dando en la Sala Penal Nacional.
La lucha de dos visiones del desarrollo
Por lo antes mencionado es fundamental discutir sobre el tema de la criminalización de las acciones vinculadas con la defensa de los territorios, con la defensa de los liderazgos y con la defensa, en suma, de los derechos humanos en lugares donde, precisamente, el territorio es el espacio de disputa entre dos maneras de ver el desarrollo: el cortoplacismo que representa el Gobierno de Ollanta Humala y su “gran giro” de transformación a solo acomodamiento para paliar el golpe del capitalismo neoextractivista, por un lado, y una manera de entender el bienestar desde una perspectiva eco-política considerando la defensa del agua y del territorio como la garantía de la reproducción de la especie humana a largo plazo, en el otro lado. Me refiero, en primer lugar, al “neoliberalismo a la peruana” —de la mano con el consumismo-emprendedor— y, en segundo lugar, a una incipiente manera de entender el sumak kausay (buen vivir) que es un concepto poco reflexionado en el Perú ni académica ni mediáticamente, excepto en espacios restringidos a Cumbres de los Pueblos o a asociaciones de pueblos indígenas.
Es fundamental analizar cómo desde décadas anteriores se fue organizando una urdimbre de lógicas y prácticas que vinculan diversos aspectos de la violencia como recurso de la política. ¿Cómo comprender las lógicas de los actuales movimientos de pueblos indígenas o de los pueblos afectados por las actividades extractivas que presentan memoriales, cartas, exigen mesas de diálogo, y tras ser ignorados o puenteados o mecidos, finalmente optan por la toma de una carretera para tener una presencia en los medios y así poder hacerse oír en Palacio de Gobierno?, ¿qué vínculos existen o no existen entre las formas de reprimir esas manifestaciones y la manera como policías y soldados pensaban que debían intervenir en los pueblos altoandinos de Ayacucho o Huancavelica para repelar la actividad subversiva de Sendero Luminoso y el MRTA?, ¿cuáles son las lógicas que siguen operando entre ese mundo andino subyugado por la violencia de los años 80 y 90 y los pueblos como Espinar, Celendín, Bambamarca, Paita, Sechura, Tayacaja, entre otros, que son a su vez también duramente reprimidos con balas de guerra desde helicópteros o francotiradores posicionados en los cerros?, ¿por qué siguen muriendo peruanos, pero esta vez, no por una violencia sistemática planteada como una salida a la dominación sino por lo que Rolando Luque, defensor adjunto para Prevención de Conflictos Sociales y Gobernabilidad, ha denominado “estallidos de ira” que son, como su nombre lo indica, desembalses de frustraciones acumuladas?
Debemos de entender la situación actual de la sociedad peruana como un proceso, como un continuum, que no solo se articula con formas y prácticas violentas y que en zonas como Ayacucho, Huánuco o Huancavelica hoy se traducen también en pandillaje y violencia contra las mujeres, sino sobre todo con maneras de pensar, con constructos, con imaginarios sociales que alientan este tipo de salidas no consensuadas y confrontacionales. La justificación de los excesos, de la violencia, de la instrumentalización del otro, es la primera piedra de un camino lleno de gestiones peligrosas y que puede terminar con masacres y muertos en niveles inconcebibles.
Protesta
Por lo expuesto, es necesario emprender el giro de la criminalización de la protesta hacia la criminalización de la disidencia como lo ha señalado Raphael Hoetmer en el seminario que la CNDDHH y la UNMSM organizara en octubre del 2013. Esta conceptualización no solo amplía la noción sino que permite indagar en las maneras de instituir un pensamiento único: el desarrollismo extractivista. Plantear la posibilidad de un post-extractivismo en el Perú casi se ve como ser anti-sistema, que fue el alias acuñado para Ollanta Humala durante las elecciones del año 2006 y que hoy nadie recuerda, pero se ha transformado en una categoría utilizada por todos los medios, por los agentes de las grandes empresas, por los directorios de las sociedades de minería e hidrocarburos y en suma por todos los concurrentes al PERUMIN de Arequipa: los antimineros.
Si el desprestigio y el estigma de los defensores de derechos humanos se planteaba desde el apelativo de “caviares” hoy también se suma el de “antimineros”. Lamentablemente este sentido común ha calado en la opinión pública y es muy complejo y difícil poder romper con esta idea para tratar de discernir a los defensores de derechos humanos solo como activistas o profesionales que tienen un genuino compromiso con la justicia y la democracia. Este adjetivo no se centra en la descalificación por las acciones que se realizan, sino incluso, por tener una posición diferente al enfoque del neoliberalismo del Ministerio de Economía y Finanzas y ahora, del Presidente de la República. Entonces, en tanto que cuando hablamos de protesta nos referimos a acciones en contexto determinados de lucha, pero cuando nos referimos a disidencia estamos hablando de la pura posición política frente a “sentidos comunes” que operan en los ciudadanos como “lo correcto”, considero personalmente que la criminalización que se da en el Perú no se limita a las acciones de protesta en diversos espacios de lucha sino también a la sola acción de pensar a contrapelo de las propuestas de desarrollo que son el eje de la modernidad entendida como el proceso de “superación del atraso”.
Disidencia
La disidencia no es solo la protesta: la protesta requiere una acción o una palabra. En cambio la disidencia solo requiere de una reflexión en torno a algún sentido común. Solo requiere estar en desacuerdo. Según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, la «disidencia» (Del lat. dissidentĭa) es «f. Acción y efecto de disidir» o «f. Grave desacuerdo de opiniones». Y «disidir» (Del lat. dissidēre) significa «separarse de la común doctrina, creencia o conducta», cuya etimología literal compuesta significa «separar, no permanecer». En el caso de disidencia por diversos traslados metonímicos su significado se extiende también a las sinonimias de “no desear estar o pertenecer a un mismo grupo o criterio». Se refiere a tener un criterio diferente al criterio de la mayoría.
La disidencia está referida, entonces, a un estado situacional y de opinión, a una actitud. Por tanto, puede ser manifestada por actos, pero también puede ser igualmente un modo de vida o una opción en torno a un modo de vida (por ejemplo, ser un anticonsumista). La “disidencia” remite a una filosofía de vida, a un compromiso total de un individuo o de un grupo que asume todas las consecuencias materiales y espirituales de sus elecciones. La disidencia es una actitud que no necesariamente está dirigida contra algo, sino que más bien implica un desacuerdo o una distancia tomada con un poder o una autoridad política. No entra forzosamente en conflicto directo, sino que se aleja, busca otras vías o espacios de legitimidad. De esta manera, el término «disidencia» se distingue de los términos «contestación» y «oposición», que indican una confrontación al interior mismo del sistema político en vigor.
En el Perú de hoy no solo se criminaliza la protesta como en muchos otros lugares ante la necesidad del avance de derechos —si no fuera por las múltiples protestas sociales, desde la Revolución Francesa hasta Mayo del 68, no habrían avances en los derechos— sino que se trata de minimizar y confrontar a aquellos que no están de acuerdo siquiera con el modelo de desarrollo gastronómico-extractivista-neoliberal. Muchas veces hemos sido testigos de linchamientos mediáticos por opinar en contra.
Considero que las apuestas de los Guardianes de las Lagunas en Conga o de Óscar Mollohuanca en Espinar, de los apus awajún en Supayacu o de Santiago Manuin en Bagua, no solo pasan por considerar que quitar tranqueras o llamar a movilizaciones son la lucha fundamental de sus propósitos sino, simplemente, porque ellos mismos como núcleo duro mantiene una “diferencia” en el sentido de desarrollo al que aspiran. Disentir, es hoy por hoy en nuestro país, ganarse una estigmatización que se vincula además con la discriminación de clase y étnica que, por supuesto, llegó a su sumum con la teoría del «perro del hortelano» de Alan García que, lamentablemente, no ha muerto sino que se está transformando en otras maneras de separar, discriminar y desautorizar una opción de vida ecológica y diversa.
Por eso desde esta gestión en la CNDDHH no solamente alzamos la voz para señalar cuáles han sido los derechos humanos que se han violado o los que se han protegido durante el año 2013 o para pedir normativas y políticas públicas que permitan que la mayoría de la población pueda ejercerlos, sino que además consideramos necesario ejercer una disidencia frente a la flexibilización de derechos con la finalidad de mantener un modelo de desarrollo que no beneficia a todos sino que acrecienta las brechas y las diferencias entre peruanos y peruanas.
Rocío Silva Santisteban
Secretaria Ejecutiva
Coordinadora Nacional de Derechos Humanos