Hoy ha fallecido Constantino Carvallo, hombre valioso, valeroso y bueno. Carvallo parte prematuramente, en plenitud de madurez como educador, filósofo y escritor comprometido. Cuánto duele su muerte. Si fuera cierta la creencia de que la muerte se lleva antes a los mejores, su caso lo confirmaría plenamente.

Reproducimos aquí algunos fragmentos de su admirable libro Diario Educar: Tribulaciones de un Maestro Desarmado, porque creemos que el mejor homenaje al maestro que fue y seguirá siendo Carvallo, más allá de la muerte, es leerlo.

Diario Educar: Tribulaciones de un Maestro Desarmado
(fragmentos)

Hoy se ha publicado en los diarios un informe sobre la G.U.E. Melitón Carbajal, que maltrata a los alumnos. Interrogado un maestro sobre las razones por la que los golpeaba respondió: “Para que aprendan”. Ignoro si se refería a las lecciones o a que aprendieran que él es el más fuerte.

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El pesimismo, dice el escritor rumano Émile Cioran, no tiene doctrina. No podemos educar sin tener fe en el futuro, sin creer que ese niño puede ser mejor y vivir también mañana en un mundo mejor. La apertura a la esperanza es según un pensador “la enfermedad orgánica del profesor”.

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Enseño en cuarto de secundaria la composición de las proteínas y su relación con el código genético. Es un tema difícil y requiere mucha atención y discriminación de los conceptos. A la salida V me pregunta: “¿Saber eso para qué me sirve, qué gano?
Le cuento una anécdota de Euclides, a quien un estudiante de geometría le preguntó qué ganaría con aprender esa ciencia. Euclides llamó a su esclavo y le ordenó que diera unas monedas al aprendiz, “pues parece que este debe siempre ganar algo con lo que aprende”.
Una respuesta culta que lo deja mudo y que a mí me salva de un verdadero conflicto.

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Entraba en Larcomar con unos chicos del Alianza Lima, negros, cholos, mestizos, cuando veo que el vigilante los detiene y los expulsa del dichoso lugar. Tuve que intervenir y los dejaron entrar porque estaban conmigo. Más tarde, en una tienda de discos, me separo de ellos para buscar unos CDs y veo a lo lejos cómo se les acerca el vendedor para indicarles que se retiren. La pobreza no es el único dolor que deben enfrentar, quizá ni siquiera sea el fundamental. Es ese desprecio diario del que no tenemos noticia, que no aparece en ningún documento, que se quiere obviar aún en los medios más progresistas.
Después, sobre el verde césped, les pedimos triunfos, goles, coraje. Acaso su venganza sea la derrota, la frustración del espectador, y obtengan en ese fracaso una ganancia, una revancha contra la marginación que padecen.

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No cabe duda que la educación debe reprimir, sancionar, prohibir. El niño robó, pegó, molestó, escribió groserías, agredió, contestó de mala manera. No importa lo que haya hecho, aunque se trate de los actos más graves, uno siempre debe esforzarse, al reprimir a un semejante, en negar la acción y no al niño. Debemos pensar que hemos hecho lo mismo o que podríamos haberlo hecho, deseado o imaginado. Incluso, todavía ahora, lucho contra tendencias similares a las de este niño, contra mi egoísmo, mi prepotencia, mis celos y mis odios. Esta empatía al sancionar es la clave de una represión menos culposa y engendradora de neurosis.

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Es difícil entender qué quiere hacer la sociedad peruana con sus jóvenes, o, para ser más preciso, qué quiere la sociedad que hagan los jóvenes. Ya ha demostrado Hegel que todas las generaciones piensan que los jóvenes de hoy son peores que los de ayer. Es solo una comparación narcisista en la que no vale la pena detenerse. Los jóvenes de hoy son los mismos de ayer pero enfrentando, sufriendo y gozando nuevas circunstancias.

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El mal está en nosotros. Ofrecemos un mundo adulto abominable, un lugar al que los jóvenes no quieren llegar como nosotros no queremos arribar a esa región de la tristeza y la melancolía en la que sollozan los ancianos. Hay que instalar en los niños el deseo de crecer, y, sobre todo, mostrar el lugar que uno vive como un espacio superior, deseable, como fuente de mejores y más libres relaciones. Si el niño no quiere crecer; no come, no estudia y da problemas que obligan a tratarlo como bebe. El adolescente se entrega al alcohol, a las drogas, a la depresión, a la estupidez y hasta al embarazo como formas de recuperar la infancia, de atarse a ella. Porque el embarazo precoz puede mantenernos cerca de la abuela que se convierte en madre; la dependencia se acentúa y la joven mamá parece hermana de su hijo. En esto consiste la educación: una invitación al crecimiento, un mensaje que habla de mejores tiempos, que ellos, hijos y alumnos, intentan, como el conquistador llegando a nuevas tierras, vislumbrar tras nuestras palabras y los actos.

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Inesperadamente me ha llamado desde Canadá J, una muchacha de treinta años que fue mi alumna desde los tres años. La noté nerviosa, no hablábamos hacía muchísimos años. “Te llamo para agradecerte”, me dijo. Y antes de que yo pudiera intervenir, agregó: “Agradecerte por no haberme tratado como a una ladrona”. Yo recordé el incidente. Algo se perdió y fue encontrado en su cartuchera. Yo hablé con ella, le dije que si había sido ella era comprensible pues todos teníamos la tentación de tomar lo ajeno, pero que robar no era conveniente para la unidad del grupo y que hacía daño al propietario del objeto. Fue un diálogo afectuoso, ella tenía seis o siete años. “¿Sabes qué?”, me preguntó, “yo lo había robado y ya lo había hecho otras veces antes, pero no sentirme tratada como ladrona me ayudó mucho en mi vida. No sé por qué siempre recuerdo tus palabras. Gracias”.

No duró mucho la conversación, pero ángeles buenos aparecieron a mi lado y por ese día el sentimiento de fracaso, de ser un impostor, se desvaneció reconciliándome con el oficio de maestro. Recordé que yo también robé de niño en el colegio y recibí un castigo duro. La empatía me hizo obrar bien. Como escribe el psicoanalista, pediatra y psiquiatra para niños, Donald Wood Winnicott, el robo, la mentira y las conductas “barulleras” son síntomas que tienen “la capacidad de causar fastidio”. A mí no me lo produjo. Mi reflejo fue de hermano en el dolor y esa comprensión alivió su pena.

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¿Necesitan los niños un programa que los entrene en el dolor? No creo, la vida es siempre generosa en sus golpes y no hace falta agregarle nuestra estupidez.

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De todas las huellas que la educación puede dejar en el alumno, la peor es la timidez. Y la mejor, el incremento de las ganas de vivir.

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La palabra moral tiene dos sentidos que yo creo que se vinculan esencialmente. Cuando digo inmoral aludo al incumplimiento de normas. Pero cuando digo desmoralizado o cuando señalo que a alguien le falta moral, ¿cuál es el uso que le doy a la palabra? En ese sentido, la moral es la fuerza interior que nos anima y nos impulsa a resistir los embates y la dureza del mundo. Nadie puede mantener principios éticos cuando lo alcanza la desmoralización (hoy esto es más importante, con problemas como la anorexia, las drogas, la apatía, la locura), pues entonces todo da lo mismo. La fuerza que nos mantiene con brío frente a la vida, el sustento que impide que la ola de la desgracia nos arrastre y aniquile es “la memoria buena”, el afecto que recibimos, la mirada antigua que nos acompaña, las voces que nos hablaron bien, que llegaron cálidamente a nuestra alma. Ya lo dijo Goethe: “No nos sentimos fuertes porque nos sabemos fuertes sino porque nos sabemos queridos”. A lo que yo aspiro a convertirme como educador es, simplemente, ser un buen recuerdo.