Escribe: Carmela Chávez Irigoyen

Michael Ignatieff, reconocido internacionalista canadiense, sostiene que el genocidio es uno de los crímenes contra los derechos humanos más fáciles de prever: se nutre de mitos fundacionales y razones “étnicas” para hacer público un proyecto político en el cual unos tienen lugar y otros no. Si bien el genocidio no es un crimen de “todos los días”, sí es uno de los más devastadores y crueles. Cabe mencionar que los genocidios no constituyen delitos sólo de carácter “étnico” sino también político; siendo resultado de la perversión de la tríada cada pueblo, una nación, y cada nación un gobierno; horizonte mental capaz de movilizar a fuerzas armadas enteras, con financiamiento internacional incluido, y borrar del planeta a cien mil indígenas en menos de dos años, como en el caso de Guatemala, o a ciudadanos de a pie, alentados por fuerzas insurgentes radicales, capaces de aniquilar a cerca de 800.000 personas, a machetazos, en un mes de crisis, como ocurrió en Rwanda.

Los genocidios tienen también una dimensión de género ineludible: el cuerpo es visto como origen y fuente del mal. Evidentemente: es allí de donde nacen los nuevos miembros de los grupos a aniquilar. Así, las mujeres son víctimas de violencia sexual, siendo objeto de tortura sexual antes de morir (introducción de objetos punzo cortantes en el cuerpo, cortaduras de pechos, abortos forzados, etc.), ensañamiento sólo explicable por el pavor a la reproducción de ese otro entendido como un no-humano, como diría Lyotard, un otro de nuestra especie al cual no podemos llegar sino es por medio de una cierta empatía humanizadora y humanizante. Un caso inverso es la tristemente célebre masacre de Srebrenica, en donde cerca de ocho mil varones musulmanes bosnios (entre los que figuraban niños) fueron asesinados en menos de un mes.

Hoy nos enfrentamos a un nuevo rebrote de violencia armada, dos mil muertos en veinte días de crisis por un enfrentamiento entre tropas rusas (que en teoría apoyan las intenciones separatistas de los osetios, grupo étnico asentado en la región de Osetia del Sur) y tropas georgianas. Todo ello, a raíz de los intentos de Georgia por entrar a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Se han bombardeado escuelas, casas, ciudades; cerca de 50 mil personas han huido de sus casas en búsqueda de un refugio. El origen del conflicto se remonta, al menos, al colapso de la URSS, en 1991. Cuando la región de Osetia del Sur declaró su independencia de manera unilateral en el verano de 1992, Georgia y Rusia reaccionaron con acciones de “limpieza étnica”, masacres y arrasamientos de ciudades y poblados.  Estamos tal vez  ante un genocidio en potencia, con más de quince años de anunciado, completamente previsible por la comunidad internacional.

Todo es cosa de dejar de pensar en el gas del Cáucaso y la expansión estratégica de la OTAN (club de potencias occidentales) en Europa del Este. Es cosa de atender las demandas, legítimas o no, de autodeterminación de ciertos pueblos y manejarlas en democracia, según el derecho internacional. Inyectar voluntad política para contrarrestar a los señores de la guerra, amparados bajo alguna otra potencia del Consejo de Seguridad, para dejar de nutrir discursos nacionalistas donde todos mueren menos ellos, claro.

A mi entender, la importancia del derecho humanitario no radica sólo en esa suerte de regulación de la guerra –y por lo tanto, del uso “legítimo” de la violencia, las armas y la tropa humana con fines estratégicos militares– sino básicamente en la afirmación de una noción de humanidad como valor supremo a proteger ante planes estratégicamente brillantes para la consecución de objetivos militares (y por ende, políticos). Si no aprehendemos este valor en tiempos de paz, ¿qué podemos esperar de los tiempos de guerra? ¿Qué lección podremos oír en medio de bombardeos y asesinatos? Miremos los signos de los tiempos con la osadía de desear la paz.