Por Rocío Silva Santisteban

El día 10 de diciembre de 2014, luego de la intensa, larga y multitudinaria marcha de la Cumbre de los Pueblos contra el Cambio Climático y en un alejado salón de La Casona de San Marcos, la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos les entregó a Claudia Cisneros, columnista de esta casa, y al apu Santiago Manuin, líder awajún, los premios de Prensa y “Ángel Escobar Jurado” de derechos humanos. Ambos leyeron dos discursos emocionantes, tanto por las referencias personales como por las preguntas profundas que cada uno de ellos se planteaban, así como el escrutinio implacable de cada cual sobre sus acciones para merecer un premio de tal índole. Claudia se dijo: “no se trata de algún gran mérito mío tanto como de  falencias demasiado extendidas, y que conciben que hacer lo normal sea lo sobresaliente.

Porque siempre he sentido que lo que hago, las defensas que emprendo —mi forma de vivir el periodismo o el activismo— las hago porque siento que es lo natural, lo que me toca hacer como cualquier persona preocupada por […] la justicia, la equidad, por el otro, por el abusado, el ninguneado o el despreciado”.

Defender los derechos humanos, aún a costa de sinsabores y de incomprensiones, debería ser lo natural, en el sentido que defendemos la dignidad del ser humano más allá de sus acciones. Pero esa naturalidad de nuestra colega Claudia es, en realidad, una excepcionalidad en nuestro país en el que, a veces, nos hundimos en una colectividad de sociópatas que no pueden distinguir entre el bien y el mal: entre una acción que implica corrupción y avasallamiento del otro y una acción que respeta la alteridad.

Precisamente en ese sentido, el apu awajún Santiago Manuin, luego de recibir el premio de mis manos —lo que para mí constituye un honor— pronunció un discurso memorable, en el que enfatizó: “mi defensa de los derechos humanos no es la del perro del hortelano, no estamos en contra del desarrollo, simplemente queremos estudios a fondo y que nos consulten de verdad. Tenemos sabiduría que da una experiencia de cientos de años en este territorio. Es triste decirlo, pero la selva es un cementerio de proyectos, mal diseñados y peor ejecutados…”. Precisamente ese conocimiento de miles de años cuidando del bosque fue desdeñado y despreciado por Alan García Pérez cuando escribió ese fallido artículo, en el que desde su perspectiva, impone un modelo de desarrollo “caiga quien caiga” con una osadía que solo puede surgir de una soberbia ignorancia.

Manuin terminó su discurso recordando la anécdota del mono y el pez: “había un mono que llegó a un gran río, y vio a un alegre pez nadando. El mono queriendo salvarlo de las aguas,  lo sacó del río con mucho trabajo y lo tenía orgulloso en sus manos… ¿Ya imaginan ustedes lo que le pasó al pobre pez por culpa del estúpido mono? ¡Dios nos libre de las buenas intenciones de los que no nos conocen, ni a nosotros, ni al bosque que nos mantiene!”.

La anécdota del estúpido pobre mono nos enfrenta, nuevamente, al etnocentrismo con el cual el hombre-criollo-urbano-de-la-costa pretende calificar al universo de nuestra multidiversidad peruana sin entender que, en el otro medio ambiente, el pez vive extraordinariamente bien, y no solo eso, sino que con sus huevos y su ciclo vital, equilibra el planeta. Por eso la sabiduría de un apu awajún consiste, como lo dijo él mismo Manuin, no en creer que su cultura está por encima de la nuestra, sino que ambas deben de dialogar, no sin tensiones, no sin torsiones, pero en un diálogo que implique voluntad de ambas partes para escuchar al otro.

Publicado en Kolumna Okupa del diario La República, martes 16/12/2014