Por Guillermo Giacosa

A los catorce años comencé a acompañar a mi madre a sus clases de una cátedra que en la Argentina se llamaba Educación Democrática y que se dictaba a los alumnos de la escuela secundaria. Mi tarea consistía en pasar unas filminas producidas por las Naciones Unidas, sobre la Declaración Universal de los Derechos Humanos, mientras mi madre explicaba y ampliaba los contenidos. Al cabo de dos años, cada derecho humano no solo había sido memorizado por mí sino que, dada la vehemencia y el convencimiento de mi vieja, lo había asumido como una verdad incontestable.

Un buen día, por razones que sospecho pero que nunca pude confirmar, mi madre, muy suelta de cuerpo y como si lo que me decía se tratara de un hecho natural, me preguntó: “¿Guillermito, por qué no dictás vos la clase? Sabés todo lo que hay que saber sobre el tema y sería una gran ayuda para mí”. Yo, entre orgulloso y apabullado, acepté la oferta y, de un día para otro, durante más de cuatro años, asumí, con dieciséis años recién cumplidos, el papel de “profesor(cito) de derechos humanos”. Era casi un niño. Apasionado y convencido de lo que decía, pero niño al fin. No sé qué habrán pensado mis alumnos al ver semejante mequetrefe fungir de profesor, pero el fuego interior que se encendía en mí cuando hablaba del derecho a la vida o del derecho a la libertad era una llama sagrada que silenciaba cualquier conato de protesta o cualquier intento de burla. No sé si lo hice bien o mal. Solo sé que para mí fue una experiencia extraordinaria que solidificó la fe en mis propias capacidades. Ese antecedente, más mi trabajo en las ‘villas miseria’ de la ciudad de Rosario, me permitió ganar, en 1962, a los 22 años de edad, una beca de la Unesco y de la Federación Mundial de Asociaciones pro Naciones Unidas para estudiar, en África y en Europa, las instituciones y el funcionamiento de la ONU y las bases imprescindibles para fundar y dirigir una ONG de jóvenes pro Naciones Unidas en la Argentina. Todo ocurrió como ahora, en mi carácter de vejete jovial, pienso que suceden las cosas: de pura casualidad. ¿O no? Cualquier explicación en contrario que me convenza me haría muy feliz, pero soy bastante terco en cuanto a admitir intervenciones mágicas u otro tipo de explicaciones en torno a lo que realmente sucede. Nunca me gustó viajar y viví parte importante de mi vida con el traste pegado a los aviones. Nunca quise irme de la Argentina y he vivido ya más de la mitad de mis años fuera de ella. Siempre me imaginé viviendo y envejeciendo en el campo, rodeado de animales, libros y aire puro; y, ya ven, vivo en una ciudad exquisitamente polucionada, rodeado de cemento y guachimanes y, eso sí, con muchos libros. Como epílogo a tanta contradicción, subrayaré la más terminante: siempre creí que hacia el final de mi vida tendría respuestas y certezas y, hoy, no solo carezco de ellas sino que siento, teniendo conciencia del saber posible, que moriré más ignorante que el hombre de Cro-Magnon. ¿Si estoy triste? En absoluto, solo felizmente resignado.

Fuente: Peru 21