Escribe Ronald Gamarra

Han pasado más de seis años desde que veintinueve jóvenes perdieran la vida en el incendio de la discoteca Utopía, víctimas de la indiferencia y la irresponsabilidad que merecen en nuestro medio la seguridad y la integridad de la vida humana, es decir, la consideración más elemental por el prójimo.

La pérdida de vidas y los daños a la salud causados por esta actitud que es común a autoridades y particulares –y que es punible desde el punto de vista ético y normativo, pero, en la práctica, queda escandalosamente impune–, ha llegado entre nosotros a niveles de una masacre, que vemos a diario en las calles de las ciudades y en las carreteras, con la consecuencia de cientos y cientos de personas muertas en eventos que convencionalmente denominamos “accidentes”, pero que son resultado de condiciones y formas de operar ampliamente conocidas, que nadie –y mucho menos las autoridades– se molesta en prevenir y corregir.

No solo la vialidad está culpablemente ensangrentada. Qué puede decirse de las poblaciones masivamente intoxicadas por la contaminación minera como La Oroya o Cerro de Pasco, donde todos respiran plomo y otros tóxicos, con la consecuencia innumerable de quienes desarrollarán minusvalías irreversibles y perecerán a consecuencia de ellas. O de la población de Choropampa, en Cajamarca, íntegramente intoxicada por un derrame culpable de mercurio que se pretendió ocultar de modo aún más aleve, con resultados terribles para los pobladores, que hasta ahora sufren la indiferencia y el abandono de las autoridades y cuyo derecho a una justa indemnización ha sido ampliamente escamoteado.

¿Y la atención de la salud? ¿Qué decir de la “negligencia” de la atención médica, cuyas víctimas no distinguen entre hospitales del estado y clínicas privadas, dejando a los pacientes y sus familiares en la más completa incertidumbre?

Por donde observemos, hallaremos irrespeto a la vida y la seguridad que les debemos a nuestros semejantes. Es el resultado de no hacerse cargo de una responsabilidad tan elemental hacia los demás, como es la de respetar la vida y el espacio que corresponde a los otros, lo que hace posible la vida en comunidad. Es el resultado de un modo de vivir basado en el aprovechamiento estrictamente individual sin responsabilidad social, donde los daños que sufren los demás son simplemente eventos “colaterales”.

Por eso admiro la perseverancia de los familiares de las jóvenes víctimas de Utopía. Porque con su lucha, ya larga, por obtener justicia, representan una notable excepción al conformismo que suele caracterizar la reacción de los más –sobre todo de las autoridades, incluidas las judiciales– ante estos eventos inaceptables que queremos pasar como “accidentes” cuando constituyen verdaderos crímenes que exigen sanción, si queremos recuperar algo del respeto que merece la vida humana.