Después de 60 años, los derechos humanos se distinguen por su vulneración, y la desigualdad, injusticia e impunidad en el mundo

Escribe Víctor Álvarez Pérez (CNDDHH) 

El 10 de diciembre de 1948 se aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos. Se trató, ciertamente, de un hecho de la mayor trascendencia e importancia que marcó un hito en la historia de la humanidad. El mundo no se recuperaba todavía de la hecatombe que significó la Segunda Gran Guerra cuando los representantes de los Estados miembros de una incipiente Naciones Unidas se pusieron de acuerdo para adoptar la DUDH.  Fueron impulsados, de hecho, por los horrores del gran conflicto y los inauditos niveles de degradación humana que mostró, aprobándose en medio de esa durísima realidad.

Los años siguientes seguirían mostrando al mundo cuán inmensamente destructivo puede ser el hombre.  A despecho de lo proclamado, surgieron, entre otras, la guerra de Corea; luego Vietnam, con sus miles y miles de toneladas de bombas y de napalm; las pavorosamente sangrientas guerras internas en diversos países del África; o los conflictos de Medio Oriente, solo por citar algunos hechos, que nos dejaron ver la barbarie y el horror de la estupidez humana, así como una ferocidad no vista siquiera en los peores predadores. Uno llega a preguntarse si el hombre es realmente Homo Sapiens o debiéramos cambiar la denominación por Homo Necans, es decir, hombre asesino, hombre que mata.

No obstante este escenario terrible, lo cierto es que en 60 años de vigencia de la DUDH ésta ha permitido e impulsado, bajo su influencia, la adopción de importantes normas internacionales de protección de derechos humanos. A partir de su aprobación se han creado sistemas y órganos de derechos humanos a nivel mundial, regional y nacional. La Declaración, pese a todo, se convirtió en la guía y sustento para el avance del reconocimiento y vigencia de los derechos humanos.  Gracias a ella y a sus normas y principios, ha habido avances en todo el mundo. Nadie discute ahora su obligatoriedad. La práctica de los Estados ha sido unánime en reconocerle obligatorio cumplimiento. El Acta Final de la Conferencia Mundial sobre Derechos Humanos celebrada en Teherán en 1968 señala expresamente: “…la Declaración enuncia una concepción común a todos los pueblos de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana y la declara obligatoria para toda la comunidad internacional”.

La Declaración en el Perú

Una reflexión sobre estos 60 años de la DUDH y su influencia en el Perú debe conducirnos, ineludiblemente, a preguntarnos por el estado actual de la vigencia y respeto de los derechos humanos en el país. No solo en términos de lo que más comúnmente se ha venido considerando como una vulneración manifiesta de los derechos de las personas, a saber, la detención arbitraria, la ejecución extrajudicial, la desaparición forzada de personas, la violencia sexual o la tortura, sino también y, podríamos decir, principalmente ahora, de la vulneración de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, no percibidos como violaciones de derechos humanos porque se cree que solo los crímenes que he mencionado lo son, y no se considera que la falta de acceso a tales derechos también lo sea, pues no se percibe que estos derechos sean exigibles; e igualmente, que la discriminación, la exclusión o el racismo, hechos no tan impactantes pero si enormemente denigrantes, constituyen violaciones a los derechos humanos.

Entonces, cuando uno intenta algunas respuestas se encuentra con situaciones paradójicas y contradictorias. Por un lado, tenemos un catálogo significativo de convenios, pactos, tratados, en fin, de instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos, debidamente suscritos y ratificados por el Perú, que forman parte del Derecho doméstico con rango constitucional (conforme se desprende de la interpretación integral y sistemática de la Constitución peruana) y de aplicación directa.  De modo tal que uno pensaría que podemos estar en el mejor de los mundos, que, en efecto, mis derechos y el de los demás, gozan de buena salud, se mantienen vigentes y son respetados en tanto están respaldados por toda esa gama de instrumentos internacionales.  Sin embargo, de otro lado, una rápida mirada alrededor nos muestra que la realidad nos confronta con ese mundo normativo y que cotidianamente se vulneran en forma flagrante los derechos de las personas.

El Perú ha suscrito y ratificado la mayoría de los instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos. Ya desde 1959, el país se mostró abierto y con plena disposición a la adopción de los criterios y normas internacionales de protección con la suscripción y la aprobación de la Convención para la prevención y sanción del delito de Genocidio; al año siguiente, del Convenio Nº 107 de la OIT relativo a la Protección e Integración de las poblaciones indígenas y de otras poblaciones tribales y semitribales en los países independientes; la Convención internacional para la eliminación de todas las formas de discriminación racial, en 1971; la Convención internacional sobre la represión y el castigo del crimen del Apartheid, en 1978; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, incluida la competencia de la Comisión y de la Corte Interamericana, en 1979, por citar solo algunas.
La tendencia se ha mantenido en los años recientes y se han suscrito y ratificado la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, en 1982; la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, en 1988; el Estatuto de Roma, que crea la Corte Penal Internacional, en el 2001; se aprobó, por declaración unilateral, la competencia del Comité contra la Tortura de Naciones Unidas para quejas individuales, en el 2002, y la Convención Interamericana sobre desaparición forzada de personas, en 2002, entre otros.

Todos estos instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos eran ratificados por el Perú mientras el mundo era sacudido por diversos flagelos y estaba marcado por otros escenarios pavorosos de vulneración de los derechos fundamentales y la dignidad de las personas. Cuando se firmaba la DUDH el Apartheid hacía su aparición en Sudáfrica y en muchos lugares del mundo se sufría todavía el yugo de la colonización. Posteriormente, irían apareciendo y delineándose nuevos y dolorosos problemas o se recreaban viejas prácticas de violaciones de derechos: la trata de personas; el tráfico de drogas; el comercio de armas que mueve inconmensurables cantidades de dinero; crímenes por “limpieza étnica”; discriminación por razones religiosas o políticas.  Son los problemas que se nos presentan ahora, en un mundo altamente tecnificado y globalizado.

Pero en el país tendríamos nuestros propios dramas. Los dramas mundiales que hemos señalado fueron el escenario en el que se aprobaron los instrumentos internacionales en los años 50, 60 o 70s. En la década de los 80 haría su aparición “Sendero Luminoso”, y actuaría por una década más, desplegando una violencia inusitada pocas veces vistas, pese a que, como hemos mencionado, en el mundo había pocos horrores por descubrir. Y esta violencia fue respondida con más violencia por los agentes del Estado.

La guerra interna no solo nos mostró la barbarie de crímenes masivos llevados a cabo de manera coordinada o prevista por los grupos alzados en armas.  El arrasamiento de poblados o caseríos, el sometimiento de comunidades enteras a condiciones de servidumbre, el aniquilamiento selectivo, todo ello era parte de una lógica de muerte y la muestra de que el terror era una herramienta para la consecución de sus objetivos. Los agentes de las Fuerzas Armadas y de la Policía, por su parte, incurrieron en la práctica sistemática o generalizada de violaciones de derechos humanos. Ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, masacres, torturas, violencia sexual contra las mujeres, constituyeron patrones sistemáticos de violaciones a los derechos humanos.

Pero lo que nos parece en extremo lamentable y penoso es que el conflicto armado interno nos mostró una doble dimensión de deshonra: por un lado, la indolencia, ineptitud e indiferencia de los que estaban llamados a impedir o frenar la ola de violencia y no lo hicieron; y de otro lado, la casi absoluta pasividad e insensibilidad de todo el resto de peruanos a los que no nos golpeó tan duramente la guerra, muchos de los cuales voltearon la cara, asumieron que era una guerra ancha y ajena, que los muertos son un costo de toda guerra o “daños colaterales”. Más aún si se trataba de quechuahablantes, analfabetos, poblaciones de zonas rurales y pobres.

¿De nada valió la aprobación de sendos instrumentos internacionales, de nada sirvió que se hayan incorporado los principios categóricos y contundentes de protección de los derechos fundamentales de las personas?  Pienso que sí, por supuesto, no impidieron la tragedia pero coadyuvan a la consolidación y real efectividad de estos derechos.

La tragedia tuvo otras razones y causas. El conflicto armado interno nos mostró de manera descarnada que nuestro país está todavía marcado por la discriminación, por el racismo, por viejas taras que llevará todavía un buen tiempo desterrar.  Todo ello permitió la barbarie, la alimentó y la exacerbó. La discriminación persistente en la sociedad peruana, en todos los ámbitos: racial, cultural, social y económica, no se presenta como un grave problema para las autoridades del Estado o los ciudadanos.

Por eso, en su discurso de presentación del Informe Final de la CVR, el Dr. Salomón Lerner señaló una muy amarga y cruda verdad: “…Las dos décadas finales del siglo XX son — es forzoso decirlo sin rodeos — una marca de horror y de deshonra para el Estado y la sociedad peruanos…”. “…Y la verdad que hemos encontrado es, también, demasiado rotunda como para que alguna autoridad o un ciudadano cualquiera pueda alegar ignorancia en su descargo…”.

¿Es posible avanzar en esta materia?

A propósito de este año de conmemoración, un diario español encabezaba una nota así: “Derechos humanos: 60 años de fracaso”, haciendo referencia al recuento elaborado por Amnistía Internacional (AI) en su Informe 2008 sobre el estado de los derechos humanos en el mundo, donde tenemos que en algunos países un número impresionante de mujeres son asesinadas por sus parejas o familiares, que otras son violadas cada hora; que al menos en 81 países todavía se infligen torturas o malos tratos a las personas, que 54 se les somete a juicios sin las garantías debidas, y que en al menos 77 no se les permite hablar con libertad.

Nuestro país también enfrenta situaciones terribles y también está marcado por la impunidad.  Ahora, con bonanza económica, con Apec y demás cumbres, con boom de nuestra gastronomía y de la agroindustria, tenemos niños y niñas trabajando en lavaderos de oro en Madre de Dios en condiciones infrahumanas; niñas y niños prostituidos en apartados rincones mineros; niñas y niños que pretenden vendernos cualquier cosa o haciendo malabares en las esquinas en lo que se constituye ya no solo como una “mendicidad encubierta” sino como una forma de explotación por gente inescrupulosa; comunidades nativas o campesinas a las que no se les consulta sobre sus derechos ancestrales y se pretende crear toda una normatividad jurídica para despojarlos de sus tierras, en aras de un crecimiento económico que ellos nunca ven.

En la presentación del Informe 2008 de AI se señala: “La injusticia, la desigualdad y la impunidad son hoy las marcas distintivas de nuestro mundo. Los gobiernos tienen que actuar ya para acabar con el abismo que separa lo que se dice de lo que se hace.”
Esa parece ser, también, la marca distintiva en materia de derechos en el Perú.

La conmemoración de los 60 años de vigencia de la DUDH, es un buen momento para la reflexión conjunta, para llamarnos la atención, para lanzar voces de alerta.  Creo que es posible lograr un mundo en el que por fin los horrores, barbarie, flagelos y demás hechos que no solo nos indignan y causan repudio, sino que nos atemorizan y causan estupor, pueden ser superados, y que podremos vivir sin violencia, sin crímenes sin sentido e inhumanos.  Pero es una tarea de todas y todos, principalmente de quienes nos sentimos humanos en pleno sentido, de quienes creemos en la solidaridad, en la tolerancia, en el respeto hacia el otro. Se lo debemos a las siguientes generaciones, a los que escribirán sobre el centenario de la DUDH.  Se lo debemos a nuestras hijas e hijos.
 
Creo que las palabras que una extraordinaria mujer (no pudo ser de otro modo), Eleonor Roosevelt, dirigió a las Naciones Unidas el 27 de marzo de 1953, expresan nuestro sentir y deberían guiarnos siempre en este intento:

“Después de todo, ¿dónde comienzan los derechos humanos universales? En los pequeños lugares, cerca de casa. Son tan cercanos y tan pequeños que no son visibles en ningún mapa del mundo. Aún así, conforman el mundo de toda persona: el vecindario en el que vive, la escuela o universidad a la que asiste; la fábrica, granja u oficina donde trabaja. Estos son los lugares donde cada hombre, mujer y niño busca la igualdad de justicia, la igualdad de oportunidad y la igualdad de dignidad sin discriminación. A no ser que estos derechos tengan significado en estos lugares, no tendrán significado en ningún otro lado. Sin la acción concertada de la ciudadanía para defenderlos cerca del hogar, buscaremos en vano el progreso en el mundo más amplio” (Eleanor Roosevelt , viuda del Presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt, Presidenta del Comité de Redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos).