Escribe Germán Vargas Farías

Ni la FIFA es Amnistía Internacional, ni Woodman y Burga son activistas de derechos humanos. Ni unos ni otros se ocupan del fútbol para defender o promover derechos fundamentales. Su motivación es crematística. Su interés son los negocios.

Tal cosa no es, por cierto, en sí misma reprochable. Sí lo es que, a causa de ello, o de disputas por el control del poder, afecten los derechos de otros.

Molesto porque la FIFA no les autorizó ingresar al estadio con dos carteles que decían “verdad y justicia”, cuando se iba a jugar un partido de fútbol entre las selecciones de Argentina y Australia, Kuno Hauck, pastor luterano y miembro de la Coalición contra la Impunidad, calificó a la FIFA -hace algunos años- como el big brother, el Gran Hermano que controla todo. No le faltó razón.

Según el pastor Hauck, cuya organización exige la extradición a Alemania de Jorge Rafael Videla y otros militares de la dictadura argentina, todos los políticos –se refería en ese caso a los alemanes- utilizan el deporte, y no les importa si una orden de la FIFA  no respeta un derecho fundamental como la libertad de expresión.

El caso de la posible suspensión de la Federación Peruana de Fútbol como miembro de la FIFA, por «injerencias gubernamentales constatadas», tiene otro carácter pero también ha sido ocasión para cuestionar a la institución que agrupa y gobierna 208 asociaciones o federaciones de fútbol de todo el mundo, de un número de países mayor que los afiliados a la Organización de las Naciones Unidas.

La respuesta de dirigentes políticos y/o del deporte en el Perú ha sido diversa. Hay quienes han calificado de radical, autoritaria y severa la actitud del presidente de la FIFA, Josseph Blatter, y de todo su Comité Ejecutivo, otros que han invocado la defensa de nuestra soberanía frente a esa organización internacional, y algunos que han clamado por una actitud de diálogo para evitar lo que parece inminente, que el fútbol peruano termine como un paria del balompié mundial.

Pero actitudes razonables están lamentablemente lejanas de la dirigencia del fútbol y deporte peruano. Con seguridad más distantes que la posibilidad de ir al mundial el 2010, y los próximos 20 años. Si algo nos han demostrado Manuel Burga y Arturo Woodman, además de otros dirigentes deportivos, es su incapacidad para reconocer eso que se llama decencia y, dejando atrás la vanidad y antojos del poder, renunciar a seguir en cargos en los que han fracasado.

La desafiliación que muchos aceptan tonta y resignadamente como el costo de desembarazarnos de Burga, reflejaría la ruina a la que nos va conduciendo un gobierno que cree que con discursos optimistas y simplones puede reemplazar la necesidad de políticas apropiadas y eficaces que promuevan el deporte en el Perú.

Se ha dicho que alrededor de seiscientos futbolistas quedarían desempleados si la FIFA suspende al Perú, y que decenas de árbitros también serían perjudicados. Hay otras personas y familias que desarrollan actividades económicas relacionadas con el espectáculo del fútbol que también serían afectadas. Por otro lado, aunque haya unanimidad respecto a su bajo nivel competitivo, para cientos de miles de personas los torneos de fútbol profesional son su mejor alternativa de recreación.

Por ello no se debe permitir que mercaderes encaramados en la dirigencia deportiva, sigan vulnerando los derechos de muchas personas en el país. Evitarlo es responsabilidad del gobierno, y debe ser un compromiso de todos.