Por Víctor Álvarez Pérez (CNDDHH)

Absolutamente inaceptable la posición del gobierno, expresada por su Primer Ministro, y desafortunadas las palabras del Ministro de Defensa, pero comprensibles en una lógica de distancia y hasta rechazo, en general, a los derechos humanos. El país tiene otras prioridades, ha señalado Antero Flores Aráoz, y por eso prefiere que la donación ofrecida por el Gobierno alemán para la construcción de un museo en memoria de las víctimas de la violencia política se destine a otros fines. Nada más desacertado pero, a la vez, perfectamente ilustrativo de la insensibilidad con que se mira a los que padecieron los estragos de una guerra fraticida, así como de la desbordante y triste incomprensión del fenómeno de la violencia política.

Parece que mucha gente no aprendió nada o vivió de espaldas a la tragedia que, despiadada y feroz, se desarrollaba en sus narices. O existe un temor culpable a la memoria. La indiferencia y voltear la mirada hacia otro lado es la lógica del olvido, de la vuelta a la página que responde a la justificación de las ejecuciones y asesinatos, la desaparición forzada de miles de peruanas y peruanos, las torturas y violencia sexual. Son los costos de la guerra, afirman, es el precio de la paz que vivimos y disfrutamos hoy en día. Muchas gracias, entonces, a los niños muertos, a las y los jóvenes asesinados a mansalva y arrojados a fosas comunes o al río Huallaga. Qué maravilla que la soldadesca haya violado a tantas mujeres. Les debemos también nuestra paz a los desaparecidos y al sufrimiento interminable de sus familiares por la tortura que significa cada día de incertidumbre sobre sus paraderos.  Habría que decir, más bien, “que nos perdonen los muertos de nuestra felicidad”.

El temor culpable a la memoria es el de quienes contribuyeron al terror y a la violencia. Son responsables ética y políticamente, o aún, penalmente, quienes pudiendo haber contribuido, por lo menos a disminuir la catástrofe, no hicieron nada.  ¿A cuántos de ellos un museo de la memoria les gritaría su inmunda conducta? ¿Cuántos se sentirán interpelados por un lugar que les recuerde la perfidia de su indeferencia o complicidad?

¿Dos décadas de violencia terrorista y contraterrorista sufridos por el país no nos han dejado profundas y dolorosas heridas? ¿Las consecuencias, los efectos de los hechos y violaciones a los derechos humanos generados por la violencia política iniciada a principios de los ochenta, no se han sentido por la sociedad peruana en su conjunto y por la clase política?

La CVR nos enrostró una cruel y perniciosa realidad: el racismo y la discriminación exacerbados fueron un poderoso motor de la violencia. El resultado: el 85% de las víctimas fueron campesinos, pobres, que tenían como lengua materna una distinta al castellano. Para decirlo en su propios términos: “…no resulta extraño que este Perú rural, andino y selvático, quechua y asháninka, campesino, pobre y poco educado, se haya desangrado durante años sin que el resto del país sienta y asuma como propia la real dimensión de la tragedia que se vivía en ese «pueblo ajeno dentro del Perú».  ¿Son el racismo, la exclusión y el desprecio a las víctimas los propulsores de la actual posición del gobierno?

¿Por qué es necesario recordar el período de violencia política? ¿Por qué no sumarnos, más bien, a los que preferirían que la donación para el Museo de la Memoria se destine a alimentación, por ejemplo, o a otras prioridades? 

Por solidaridad con las víctimas, sus familiares y su dolor; por el compromiso ineludible y humano de no dejar en el olvido sus tragedias y luchar contra la impunidad, pues ésta se alimenta con fruición del olvido y se recicla y se motiva por esa amnesia; porque debemos recordar siempre que esta fue nuestra historia y que debemos aprender de ella para no repetir sus errores; porque la exclusión y el racismo deben desterrarse de una vez y para siempre; porque las víctimas deben ser reparadas, y la reparación tiene una dimensión social, colectiva, a pesar de, y también por, la enorme y marcada indiferencia con que la sociedad peruana miró el drama de los afectados. 

Y esto último implica la necesidad de trabajar en todos los órdenes y niveles de la convivencia social. Se trata de un trabajo arduo en todos los campos y aspectos de la vida de las personas y de la sociedad: cultural, económico, psicológico. Por eso hablamos de reparación integral. Los daños y consecuencias de la violencia política afectaron de manera integral a las personas.  La reparación debe ser, también, de carácter integral.

En todo el mundo se ha impulsado la idea de construir museos que no solo documenten la historia de las peores barbaries sufridas por la humanidad, sino que sirvan de reflexión y aprendizaje para las generaciones futuras. En Washington tenemos el Museo del Holocausto (United States Holocaust Memorial Museum), monumento conmemorativo oficial de los Estados Unidos a las millones de víctimas de la insanía nazi. En Menphis, Tennessee, se encuentra el Museo Nacional de Derechos Civiles, construido sobre el que fuera el Motel Lorraine, lugar del asesinato de Martin Luther King, Jr, líder del Movimiento Afro-Americano por los derechos civiles, que expone con la crudeza de los años en que se padeció, la violación de derechos, crímenes y masacres contra la población afroamericana en EEUU. Es un lugar de análisis del racismo y la discriminación en la sociedad estadounidense.  En Buenos Aires está la Fundación Memoria del Holocausto y su Museo. 

En nuestro país, se ha podido erigir el Museo de la Memoria de ANFASEP “Para que no se repita”, ubicado en Ayacucho, por el esfuerzo invalorable y destacable de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú, que documenta el periodo de violencia interna y recuerda a todas a las víctimas de este periodo.  Resulta conmovedor recorrer sus modestas instalaciones, nos llama a reflexión y nos convence de realizar los máximos esfuerzos para que la historia no se repita.

Contar con un museo de la memoria sobre este período aciago de nuestra reciente historia debe ser un mandato ético que nuestros gobernantes están en la obligación (por más que la memoria pueda asustar) de impulsar para recordar el pasado y generar compromisos frente a la violencia, que eduque a las jóvenes generaciones sobre las razones que nos hicieron caer en la barbarie para prevenirla, precisamente. Es un imperativo moral y de esperanza.