Por Rocío Silva Santisteban

Si la mayoría de los 15,731 desaparecidos fueran blancos y de clase media, o de sitios como San Isidro o Umacollo (Arequipa), o de colegios como el Markham o el Santa Úrsula, o de apellidos como Miro-Quesada o Silva Santisteban o incluso Añaños, quizás no se les ignoraría como hoy los candidatos a la presidencia de la República los ignoran. Quizás no se hubieran convertido en esos silenciosos muertos de la prosperidad de un país con centros comerciales, una clase emprendedora y una memoria tan endeble como la de un insecto.

Pero los desaparecidos fueron indígenas, mestizos, quechuahablantes, cholos, serranos, indios, “naturales destas tierras”, subalternos e invisibles. Y sin embargo están ahí, sin huesos, solo memoria callada, impertérrita, con apellidos como Curitumay o Amaro Cóndor o Castillo y son precisamente sus ascendentes o descendientes, sus viudas o sus madres, que a pesar de los años continúan perennes en las luchas contra el olvido.

¿Sabe el candidato PPK o Popi Olivera que los restos —apenas una falange medial o un fragmento del iliaco— están depositados en cajas de panetones porque no hay financiamiento para un trato digno?, ¿o saben acaso que los buenos funcionarios, como los de la CMAN de Abancay, suben cargando a lomo de bestia treinta ataúdes a zonas como Oronqoy diez horas cuesta arriba? Sospecho que también ignoran que la propuesta de Ley de Búsqueda de Personas Desaparecidas fue enviada por el Ministerio de Justicia el año pasado al Congreso y que, en realidad, no hay la menor voluntad política de aprobarla. Es totalmente cierto que si queremos exhumar todas las fosas comunes tardaríamos 80 años. Pero, por lo menos, ¡intentémoslo!

Durante los años de la violencia, o conflicto armado interno o  terrorismo —la nomenclatura de por sí es polémica y posiciona a toda persona en esta batalla por la memoria— todos los actores del conflicto, sean senderistas, emerretistas o soldados, marinos y sinchis, violaron y violentaron sexualmente a miles de mujeres y a algunos varones. Son 4,289 mujeres víctimas de violencia sexual inscritas en el Registro Único de Víctimas (RUV) y solo 19 casos judicializados, ninguna sentencia a la fecha. Niñas de 16 años violadas por 25 soldados. Una tropa completa en Aucayacu violó el cadáver de una profesora. Un pueblo entero estuvo aterrorizado porque los soldados de la base del Ejército de Manta, Huancavelica, forzaban sistemáticamente a todas las jovencitas y escolares de la zona. Hay miles de huérfanos que llevan como apellido “Moroco” la chapa de los soldados en Manta. ¿Qué nos pueden decir Julio Guzmán o Alfredo Barnechea sobre estos casos?

Algunos activistas de CONAVIP están participando de listas congresales. Me parece adecuado que planteen  una posibilidad de representación formal de intereses tan legítimos. Lo que no me parece es que vayan en la lista del Partido Humanista, cuyo líder es uno de los responsables del “baguazo” —aunque él diga que hizo lo posible por evitarlo—. ¿No son también víctimas las viudas de los policías y los mestizos e indígenas asesinados en La Curva del Diablo? Esa es la consecuencia de no plantear una agenda que vincule a los afectados por la violencia del conflicto armado y los afectados por las otras violencias de los conflictos sociales.

Publicado en La República, martes 09-02-2015