Por Rocío Silva Santisteban

Los 129 muertos de París, los 49 de Beirut, los 22 de Kismayo (Somalia) asesinados por la insania terrorista del Estado Islámico (DAESH en árabe) el viernes 13 de noviembre han puesto en la agenda mundial la oposición entre solidaridad y pánico; entre justicia y venganza. Las respuestas de los Estados ante esta dicotomía usualmente no es acertada, lo hemos vivido en nuestro país: la seguridad y el militarismo se imponen por encima de la democracia y pisan el palito de lo que los terroristas desean, es decir, “agudizar las contradicciones”. Los Estados suelen dejar en manos de sus fuerzas militares las acciones y estrategias para controlar el terror o para aniquilarlo desde sus orígenes, lo que implicó en el caso de los Estados Unidos durante el año 2001 perseguir a Saddam Hussein eliminándolo sin eliminar el riesgo que implicaba la jerarquía de Al Qaeda. Hoy, como lo ha explicado Farid Kahhat en un artículo del domingo en El Comercio,  el Estado Islámico está perdiendo terreno tanto en Siria como en Iraq y por lo tanto requiere que, dentro de los países como Francia o Líbano, el pánico ante el terrorismo zafio exija más acciones. Eso podría acrecentar el odio al musulmán, al árabe, al “otro” en el interior de Europa, que viene precedido de una desconfianza atroz precisamente desde el 2001 e incluso antes en la zona de los Balcanes.

Al otro lado del mundo, en la zona de Pallccas, Chungui, Oreja de Perro, Ayacucho, un centro poblado con apenas mil personas, revive la dolorosa historia del terrorismo y la represión ante la urgencia de contar su historia: me refiero a la visita que realizamos la semana pasada con el abogado Yuber Alarcón y el retablista y antropólogo Edilberto Jiménez. Pallccas queda a tres horas de Chungui, que queda a 10 horas de Ayacucho, y fue convertido en la desolación total cuando en 1983 un grupo armado de Sendero Luminoso cercó al pueblo y sus habitantes salieron a enfrentarlos. Como ellos mismos me dicen con orgullo: “Somos una comunidad de resistencia”, porque, a pesar de todo, pudieron plantarse ante los intentos de SL para captarlos y convertirlos en una zona liberada. Pero esa resistencia implicó un dolor mayor: cuando los pallccaínos tuvieron que escapar de la asonada terrorista y huir hacia los cerros, dejaron en la iglesia del pueblo a sus hijos, entre 15 y 20 niñitos y niñitas que no podían huir con ellos. Pensaron que la Virgen los iba a cuidar y a proteger para que nada les suceda. Pero los senderistas entraron y los degollaron uno por uno, y no contentos con matarlos, quemaron la iglesia. Hoy las paredes de piedra, que aún prefieren no reconstruir, siguen negras por ese humo de dolor que aún no se desvanece, pero a su vez siguen erguidas como un monumento a la memoria de los hijitos de ese pueblo valiente.

Si es cierto, como dice la BBC de Londres, que los habitantes de Beirut se sienten desolados ante la indiferencia del mundo frente a lo que ha sucedido ahí el pasado viernes frente a la solidaridad global con París; algo similar ha sucedido en el Perú ante la solidaridad que recibió Villa El Salvador o Tarata frente a la indiferencia ante Pallccas u otros pueblos andinos. No deben haber muertos de segunda o muertos de primera: todos nuestros muertos por el terrorismo suicida y asesino, en Somalia, Beirut, París o Nueva York, o en Miraflores o Chungui, deben ser un dolor en las entrañas, una punzada aguda en la médula de la democracia, una bandera para recordar que el miedo no es buen consejero y que, ante la provocación de agudizar las contradicciones, no se debe responder con fascismo o militarismo de gatillo fácil sino con más y más democracia.

Publicado en La República, martes 17-11-2015