Por Alfonso Wieland
«Señor, tengo 68 años y es la primera vez en mi vida que me siento orgulloso de las instituciones de mi país. Estos vocales son de primera, están refutando uno a uno todas las mentiras de Fujimori».
Es una mañana soleada en Lima, son casi las 12 y el amigo taxista me conduce por unas pequeñas calles algo caóticas del centro de la ciudad.
Escuchamos por la radio la lectura vibrante y clara de la sentencia del dictador peruano Alberto Fujimori, quien gobernó desde el año 1990 hasta su caída en noviembre del 2000. Me imagino la emoción de los familiares de las ciudadanos asesinados en Barrios Altos y La Cantuta (Lima), lugares donde
29 personas fueron muertas por orden del régimen de Fujimori. Me imagino el alivio del periodista Gustavo Gorriti y del empresario Samuel Dyer quienes fueron injustamente secuestrados Si pues, la justicia y la verdad alivian, nos hace sentir que estamos vivos, que hay algo más en esta vida que la mentira y el abuso del poder. Será por ello que el profeta bíblico, en su visión de una sociedad perfecta, se imagina una escena amorosa entre la justicia y la verdad: ambas se besan, se quieren, se aman.
Este juicio histórico es un triunfo de los derechos humanos, es un triunfo de la ley sobre la arbitrariedad, pero sobretodo es el triunfo de la visión cristiana de que la justicia debe proteger a los más desprotegidos, a los más débiles de la sociedad, a los pobres, a quienes su posición social les hace mas vulnerables. Estos 25 años de sentencia no son para venganza, es para restitución de la dignidad, de la memoria de los asesinados, incluso para que el condenado pueda cambiar, arrepentirse, volverse a Dios.
Es mediodía, y el sol brilla más fuerte a pesar de que es otoño. Recuerdo las bellas palabras de Malaquías: «Nacerá el sol de justicia y en sus alas traerá salvación».
«Que tenga un buen día» salgo del taxi, y el amigo chofer se despide. Yo le respondo con la mirada, sin palabras «Si, hoy es un buen día. La esperanza tiene el rostro de los familiares de los asesinados. Bendito sea el Señor».
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