Por Germán Vargas Farías
Durante los últimos años, diversas autoridades han hecho referencia a la existencia de remanentes de Sendero Luminoso en la selva ayacuchana. Recuerdo en particular una ocasión, hace cuatro o cinco años atrás, en la que escuché en una conferencia pública realizada en Ayacucho, a quien fuera director general de la Policía Nacional, general Marco Miyashiro, decir que los senderistas eran 150, y que los servicios estatales de inteligencia ya los tenían identificados.
Tuve oportunidad de intervenir aquella vez y lo hice para preguntarle al general la razón por la que si ya sabían cuantos eran y donde estaban, no procedían a capturarlos. Al momento de contestar las preguntas, la mía quedó sin respuesta. Por cierto, se tenía noticias ya de lo complicado de la zona, pero en tanto se decía que era refugio de terroristas y que estos iban cobrando fuerza a medida que se consolidaba su alianza con los narcotraficantes, no actuar era dejar de atender un problema que tendía a agravarse.
Por eso, cuando a mediados de septiembre supe por la prensa que las fuerzas armadas estaban realizando operaciones en Vizcatán me pareció una decisión esperada y razonable, y lo mismo me dijo un amigo ayacuchano que, siendo rondero, en 1997, había participado con miembros del Ejército Peruano en dos operaciones para penetrar ese reducto senderista, intentos que fracasaron.
Pero también compartimos una razonable preocupación, referida a la forma como se estaría realizando la intervención. No sólo por el recuerdo de excesos pero también de prácticas sistemáticas de violaciones de derechos humanos en las que incurrieron agentes del Estado durante el conflicto armado interno, sino por hechos como la arbitraria detención de ocho comuneros de Chaca en diciembre de 2006, u otros más recientes como el asesinato de dos campesinos de Suso en febrero del presente año, o la balacera y otros actos abusivos con los que un grupo de soldados pretendieron celebrar las últimas fiestas patrias, en una comunidad cercana a Putis. Como si no hubieran tenido suficiente.
En la edición 2046 de la revista Caretas, que apareció el jueves 25 de septiembre, se incluyó un reporte titulado La Toma de Vizcatán, que daba cuenta de la intervención combinada de patrullas del Ejército, la Marina de Guerra, la Fuerza Aérea y la Policía Nacional. A través de ese informe conocimos más detalles de la ofensiva militar. Supimos, por ejemplo, que se habían utilizado helicópteros artillados MI-17 desde los cuales se lanzaron cohetes rockets para acabar con lo que se consideraba el principal campamento senderista en el VRAE, un lugar llamado el ‘santuario de Bidón’.
Y conocimos también como el domingo 14 de setiembre una patrulla militar se enfrentó con senderistas, dejando como resultado cuatro subversivos muertos y varios militares heridos. Era obvio que una intervención militar a un territorio otrora inexpugnable tendría graves consecuencias y no sorprendía, aunque siempre se lamenta, que siendo así hubiese muertos y heridos.
Todo parecía normal hasta que medios de comunicación de Ayacucho, ofrecieron información diferente. La prensa y algunas autoridades locales hicieron eco de la denuncia de una ciudadana sobre desapariciones y otros abusos cometidos por militares contra la población civil, hechos que deben investigarse y, dada la experiencia, nunca minimizarse.
Así como hemos demandado que ciertas prácticas sean definitivamente erradicadas en el Estado peruano, es necesario que desde la Sociedad Civil desarrollemos la sensibilidad y alerta frente a presuntas violaciones a los derechos humanos. No las dejemos pasar. Se nos podrá acusar, como antes, de hacerle el juego a la delincuencia, pero estaremos fortaleciendo una democracia que tiene sentido sólo si se sustenta en el respeto escrupuloso a la vida y dignidad de las personas.